El demonio neón (The Neon Demon, 2016), el décimo largometraje del cineasta danés, Nicolas Winding Refn (Drive, 2011; Only God Forgives, 2013) es una crónica hiperestilizada sobre las crueldades, las envidias, los anhelos y los peligros que rodean el oscuro mundo de la moda, que es retratado como un campo de minas en el que un paso en falso puede significar el fracaso o, peor aún, la muerte.
Jesse (Elle Fanning), una jovencísima aspirante a modelo de 16 años, se traslada a Los Ángeles para luchar por conseguir su sueño de convertirse en una estrella de las pasarelas y revistas de alta moda. El camino no es fácil; deberá tocar puertas y superar obstáculos, entre los que se encuentran las manipulaciones de Roberta Hoffmann (Christina Hendricks), responsable de una agencia de modelaje; la visión superficial de un famoso diseñador (Alessandro Nivola); el carácter hostil y pervertido del propietario de un motel (Keanu Reeves); y el deseo sexual de una maquillista (Jena Malone). El rápido ascenso de Jesse, sumado a su inocencia y belleza, desencadena los celos y apetitos malsanos de sus compañeras, en particular de Gigi (Bella Heathcote) y Sarah (Abbey Lee), que están dispuestas a hacer cualquier cosa para capturar la esencia de su belleza.
Tanto el rostro como el cuerpo de la joven actriz estadounidense, Elle Fanning, son perfectos para encarnar a Jesse, una mujer que no tiene ningún talento especial –aún no ha terminado su preparatoria, no sabe bailar, no puede cantar, tampoco escribir y no posee habilidades para los deportes–, lo único que tiene es un encanto irresistible: su cabello rubio natural es como un manto de pureza que rodea su rostro angelical, y los ojos azules son como el cielo de mañanas prometedoras, junto con la ingenuidad adolescente, casi infantil. Su cuerpo –incluyendo su inocente rostro– nunca ha conocido el bisturí del cirujano plástico, pero su belleza prístina, clara, virginal, es la meta final e inalcanzable para el resto de sus compañeras –modelos que se asumen como fantasmas invisibles cuando son ignoradas por los demás–.
La puesta en escena del cuerpo perfecto –como objeto de deseo y difícil de alcanzar, en vano perseguido por seres artificiales que han perdido (o nunca han alcanzado) la belleza natural– es el centro gravitacional del filme. Pero esta preocupación no es nueva en el cine de Winding Refn, aunque sí la manera en que la ejecuta al invertir las funciones del cuerpo-victimario en oposición al cuerpo-víctima. Tomando en cuenta la definición de Gilles Deleuze respecto al cine del cuerpo –“aquel que privilegia gestos, posturas y actitudes sobre la historia de los personajes o el desarrollo de la trama”–, Refn siempre le ha otorgado preponderancia al cuerpo sobre la evolución del relato. En Bronson (2008), por ejemplo, el protagonista interpretado por Tom Hardy aparece como un preso desnudo, completamente pintado de rojo esperando el momento de poder atacar a los guardias. El único relato es el de los músculos del hombre, el de su fortaleza física. Mientras que en El demonio neón, el director recurre al rostro de Fanning como un lienzo que es susceptible de recibir un ataque violento; la piel de la joven no es un muro que la protege hacia su interior, sino es una superficie vulnerable y deseada que la expone indefensa ante los ojos de los otros. En este sentido, el cuerpo es el espacio privilegiado de experimentación formal para el cineasta danés, interesado en castigar a sus personajes.
En el mundo que rodea a la protagonista –ya sea en los estudios fotográficos, en los centros nocturnos, en los camerinos caóticos, en las elegantes pasarelas y en los palacios principescos donde el glamour se alimenta–, los espacios son artificiales e ilusorios, mientras que cada personaje tiene un lado oscuro, algunos más que otros, pero se percibe en todos su lado demoníaco, siempre apuntando, de una u otra forma, hacia la corrupción de la carne. Todos son perversos. Incluso, Dean (Karl Glusman), un joven aparentemente inofensivo, pero con intenciones ambiguas, se humilla como un ingenuo pretendiente de la protagonista y sólo parece estar esperando que caiga en sus brazos, a pesar de conocer la verdadera edad de la joven.
Desde su etapa inicial –en la que retrató los prostíbulos y las calles sórdidas de las afueras de Copenhague en Pusher (1996)– pasando por las celdas de aislamiento de Bronson, su concepción mitológica sobre la agresividad en Valhalla Rising (2009) hasta llegar a su periodo más reciente –que incluye al hombre solitario de Drive (2011) y su reinterpretación distorsionada sobre la tragedia griega de odio y venganza, Only God Forgives (2013)– las imágenes de Winding Refn han evolucionado hacia un cine en el que lo sensorial y lo agresivo saben encontrarse en armonía. El danés trabaja como un escultor que sabe cincelar la brutalidad y el desenfreno para ofrecerlas en imágenes equilibradas e hiperestilizadas. Con la influencia del estilo visual expresionista de Dario Argento en Suspiria (1977); los guiños a las atmósferas surrealistas y enigmáticas de David Lynch en Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006); y las referencias al body-horror temprano de David Cronenberg en Rabid (1977) y The Brood (1979), Nicolas Winding Refn (NWR, como una marca de alta costura) configura un thriller de horror a partir de una premisa bastante clara: el mundo de la moda funciona como un mecanismo perfecto que se devora a sí mismo para renovarse y continuar; es un proceso de regeneración cíclica. No se requiere talento, sino belleza, y en ese sentido Jesse embona en esa cruel maquinaria como una nueva fuente de luz, como el motor ideal.
Para crear la apariencia elegante y la sensación de glamour de El demonio neón, el director recurre a sus ritos tradicionales: la elaboración de una superestructura visual consistente que busca, al igual que un fotógrafo de moda, confeccionar imágenes exuberantes y eróticas que seduzcan y complazcan la pupila del espectador. En las manos de Refn, un desfile de moda se convierte en una invocación psicodélica y un cuarto de motel de mala muerte puede llegar a ser un espacio para la transformación espiritual. La perfección estilística y la obsesión por la simetría hacen que cada imagen sea un acto glamuroso, de la magnificencia y el encanto. Secuencia tras secuencia, Refn y la cinefotógrafa argentina, Natasha Braier (La teta asustada, 2009; The Rover, 2014), encierran a los personajes en una especie de penumbra habitada por los sonidos electrónicos, ensordecedores y sublimes de Cliff Martinez, y las luces de neón. La alquimia cromática oscila de los fondos negros y oscuros (como el club nocturno en el que la protagonista ve una fusión entre instalación multimedia y performance donde un cuerpo bañado de luces blancas flota) hasta la blancura total de la primera sesión fotográfica (donde la ausencia de colores realza la inocente belleza de Jesse) pasando por los habituales rojos y azules que anuncian el erotismo pecaminoso de la atmósfera.
La belleza no lo es todo en El demonio neón, es lo único (parafraseando la frase célebre del entrenador de futbol americano, Vince Lombardi). Refn ofrece una crítica áspera y visceral contra el mundo de la moda, la artificialidad de Los Ángeles y la obsesión con la perfección física en una alegoría puramente visual otorgándole preponderancia a los cuerpos que, en todas sus variantes –construidos, despedazados, devorados, deseados, adorados, vacíos, fantasmales– deambulan un territorio donde ni la fama ni la belleza pueden escaparse de las garras del demonio. Tarde o temprano éste se asoma al espejo satisfecho de lo que ha hecho. Siempre tiene hambre y alimenta su ego desfigurando, aplastando, estrangulando y profanando cuerpos jóvenes y bellos.