En uno de los pósters de El dictador, vemos a un hombre vestido con traje militar blanco, lentes oscuros y montado sobre un camello en las calles de Nueva York. No hay ningún eslogan a la vista; en vez de eso, lo único que aparece sobre el título de la película es el nombre de Sacha Baron Cohen, como si esto bastara para saber lo que hay que esperar. En los demás pósters, vemos al mismo personaje de cerca, con la bandera de Estados Unidos reflejada en sus gafas oscuras; este símbolo y la nación a la que representa, son el objetivo principal con el que se ha ensañado no el tirano, sino el comediante que lo interpreta.
Esta vez su ataque llega con el retrato del gobernante de la ficticia República de Wadiya: el almirante general Shabazz Aladeen, un misógino depravado y homofóbico cuyos principios se ven cuestionados al emprender un viaje a los Estados Unidos. Si esto suena muy parecido a lo que vimos en Ali G anda suelto (2002), Borat: lecciones culturales de América para beneficio de la gloriosa nación de Kazajistán (2006), o en Brüno (2009), no hay nada que temer: a Cohen aún le sobran suficientes energías e ideas para poner en ridículo a la primera potencia mundial. A diferencia de sus predecesoras, El dictador tiene un argumento mejor definido, y no cuenta con escenas reales de Cohen hostigando a ciudadanos estadounidenses (por desgracia, pues la improvisación es uno de los grandes talentos del inglés). Hay un argumento en esta película, pero lo importante no es ni el conflicto ni los personajes, sino el humor cínico en el que se enfoca.
Cohen no pierde el tiempo ni se anda con sutilezas. Para entrar en ambiente, la película abre con una frase que dice “a la querida memoria de Kim Jong-il”, acompañada de una imagen del dictador de Corea del Norte que falleció a finales del 2011. Poco después, vemos a Aladeen en pantalla, construyendo armas “con fines pacíficos”, al mismo tiempo que manda a ejecutar a sus trabajadores por haber diseñado una bomba atómica que no es ni muy grande ni muy puntiaguda; también lo vemos acostándose conMegan Fox, a quien poco parece importarle el hecho de que Aladeen le haya pegado el herpes, pero sí se rehúsa a cucharear con él. En este punto, muchos espectadores ajenos al humor de Cohen podrían pensar que el comediante está siendo demasiado cruel con las culturas de Medio Oriente, pero la mayoría de las personas saben que se aproxima una sátira más agresiva hacia la cultura norteamericana.
Efectivamente, al poco rato Aladeen llega a los Estados Unidos, en donde su tío Tamir (Kingsley) lo suplanta con un doble idéntico pero que al parecer sufre una especie de retraso mental. El caos comienza cuando el gobernante –despojado de su séquito de ayudantes y de cualquier tipo de autoridad– se ve forzado a formar parte de la cultura norteamericana, luego de que una vegetariana hippie de nombre Zoey (Faris) lo confunde con un revolucionario que se opone a la dictadura en Wadiya. Aquí comienza la historia de siempre, en donde la mujer conduce al héroe por el camino de la rectitud, y en la que el héroe deberá sortear una serie de obstáculos para obtener la felicidad de ambos. Si la trama tuviera un peso real, la película sería demasiado intrascendente. Pero es evidente que Cohen ha hecho su tarea, y que ha estudiado bastante bien los papeles de Peter Sellers como extranjero, a los hermanos Marx, e incluso a Chaplin. No es que esta película tenga mucho que ver con El gran dictador (1940), pero Cohen parece rendirle tributo a su manera: si bien Chaplin concluye El gran dictadorcon un emotivo discurso en donde censura a los tiranos, Aladeen invita a la gente a librarse de los prejuicios que tienen hacia las dictaduras, y al momento de enunciar las características de esta forma de gobierno, queda claro que no es muy diferente a la situación de muchos países supuestamente democráticos.
Una escena en particular llama la atención y se presta para críticas y ataques: Aladeen y su compañero Nadal (Mantzoukas) viajan de incógnitos en un helicóptero para turistas con un par de citadinos, y el dictador se viste con prendas adornadas con la bandera de Estados Unidos, porque cree que así pasará desapercibido. Pronto Aladeen comienza a hablar en su idioma con Nadal, saltando de un tema a otro rápidamente: los fuegos artificiales en el Empire State, los malos hábitos de Osama Bin Laden –quien sigue con vida y se esconde en el palacio de Aladeen–, el amor del dirigente por el Porsche 911 y su faja que se asemeja a los chalecos utilizados por los suicidas. La pareja que los acompaña, por supuesto, solo entiende las palabras clave que los hace suponer que se encuentran ante un par de terroristas, listos a realizar un nuevo ataque como el del 11 de septiembre. Uno puede sentir lástima por los turistas neoyorquinos que han quedado afectados por el terrible incidente de hace once años. También es válido, no obstante, sentir lástima por el prejuicio que sufren Aladeen y su compañero, ya que en ese momento son verdaderamente inofensivos, y es probable que esta misma situación suceda con bastante frecuencia en un país como Estados Unidos.
La clave del humor de Cohen se encuentra en la ingenuidad de sus personajes. En una escena de El dictador, Aladeen ayuda a una mujer que está dando a luz, y al final, cuando el bebé por fin se asoma, el líder pone una cara triste y dice “lo siento mucho, es una niña”, y entonces sugiere que hay que matarla. Debo mencionar que ésta fue precisamente la broma que provocó más carcajadas –tanto de hombres como de mujeres– en la proyección, y aunque la escena tiene chistes demasiado desagradables y de muy mal gusto, esta última broma es efectiva porque Aladeen no parece actuar por simple misoginia, sino porque así se lo inculcaron. Es como un niño que carece de sentido común, pero que puede ser corregido, e incluso cuando manda a matar a sus sirvientes, sus compatriotas saben que están en su derecho de ignorar esta orden.
El nombre de Sacha Baron Cohen ya funciona por sí solo como una advertencia para el pudoroso, el conservador, el religioso, el nacionalista; en general, es una advertencia para cualquier persona susceptible y, por lo tanto, sería un error simplificar el humor del comediante inglés como “pesado”, ya que su sátira nos abarca a todos: sus víctimas –políticos, fanáticos religiosos, hippies, negros, latinos, blancos, mujeres– son tan ridículas y caricaturescas como los personajes que él mismo interpreta para burlarse de ellas. Es algo difícil de aceptar para muchos, pero la verdad es que ante los ojos de este cínico comediante, todos somos iguales.