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El camino recorrido: migración
Publicado el 22 - Jun - 2010
 
 
  • El camino por ser recorrido es una de las premisas más importantes dentro del cine. Se implica en ello emoción, aventura, pérdida, descubrimiento y transformación. Aquellos que son presentados al principio de un filme dispuestos a emprender un viaje no serán los mismos que lo terminen.  - ENFILME.COM
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por Ricardo Pohlenz

El camino recorrido: migración

Por Ricardo Pohlenz

El destino manifiesto

El camino por ser recorrido es una de las premisas más importantes dentro del cine. Se implica en ello emoción, aventura, pérdida, descubrimiento y transformación. Aquellos que son presentados al principio de un filme dispuestos a emprender un viaje no serán los mismos que lo terminen en tanto que no pueden reconocerse a sí mismos después de los cambios sufridos, para bien o para mal, a lo largo del trayecto: existe siempre una esperanza pero también, muchas veces como pago, se pierde una inocencia. Basta pensar, por ejemplo, en el Capitán Willard, personaje encarnado por Martin Sheen en Apocalipsis (1979) de Francis Ford Coppola, una vez que ha regresado de matar al Coronel Kurtz en la selva de Cambodia.

La gran tradición del cine estadounidense ha sabido encarnar el destino manifiesto que se atribuía esa nación. No sólo a partir de la doctrina Monroe, invasiva siempre a nuevo territorios, sino a una presencia redentora de lo americano en el mundo entero. Puede que Henry Miller o Paul Bowles estuvieran huyendo de su sino nacional, dispuestos a vivir una experiencia tan ajena a sus orígenes como les fuera posible. Sus vidas y escritos, llevados a la pantalla, se convierten en la experiencia de lo remoto, de una renuncia al territorio pero nunca a la potestad nacional (nada que se compare a renunciar a la ciudadanía estadounidense). No dejan de ser, en su extranjería, bastiones del sueño americano, una avanzada a ser continuada por una inercia que acaba por ser turismo.

Más de una vez se ha advertido en el cine hollywoodense de los riesgos que supone este tipo de turismo. El rol tomado por los Estados Unidos como imperio postcolonial de convertirse en policía de la salvaguarda mundial lo ha convertido en una presencia tan incómoda como llena de riesgo en el resto de las naciones. Esto no deja de dar abundante material para un continuo de producciones sobre el extraño en tierra extraña, haya sido su rol la explotación, la guerra, el periodismo, la inteligencia, o la simple ayuda al prójimo. Se trata de un modelo que se repite como un arquetipo paradójico de una nación que lucha entre la realidad de sus intereses y el glaseado hipócrita de sus valores. Sus renegados se convierten en nuevos héroes, sea el Bourne desmemoriado encarnado por Matt Damon en los thrillers de Greengrass y Doug Liman (2002, 2004 y 2007) o el soldado en silla de ruedas convertido por James Cameron en un avatar azul de sí mismo para la conquista de otro planeta.

El género que mejor encarna esta política de invasión y conquista de nuevos territorios dentro del imaginario cinematográfico es el western, donde —más allá del melodrama de héroes, villanos y damiselas— se puede elegir siempre entre dos caminos: irle o no a los indios. Los indios siempre pierden, pero la paradoja moral que subyace a la guerra entablada contra ellos por la caballería americana se trata de una lucha legítima que se verá tergiversada en la imitación de las prácticas sanguinarias perpetuadas por los colonizadores. No se trata tanto del sentimiento de culpa —tan propenso para la mayoría estadounidense— como su vocación de sumarse en chusmas para la matanza.

El mundo fronterizo

Más allá de la experiencia americana del recorrido por tierra (y por avión) que se convirtió en pasto para melodramas, comedias y parodias, el espíritu que define la estructura del road movie puede adecuarse sin mayor complicación a las necesidades formales y temáticas de un cine que se define por el camino que recorren sus protagonistas. Se trata, en gran medida, de un esquema que se llena, cuestiona y actualiza.

El realizador Aki Kaurismäki, cual hijo pródigo de Kafka, se ofrece a dar una versión de la migración hacia los Estados Unidos desde afuera, sin concesiones y dado a ese peculiar sentido del humor que se deja sentir más cerca de Buster Keaton que del alma vernácula finlandesa (los finlandeses en el extranjero siempre insisten que Finlandia no es como en las películas de Kaurismäki), con su Los Vaqueros de Leningrado van a América, (1989) filme sobre una banda de acordeonistas a mitad de camino entre verdad y ficción, lanzada a la aventura americana en el entendido de que es la tierra de las oportunidades y que, por lo mismo, les puede ir mejor.

Kaurismäki ofrece más de un guiño a la tradición del road movie, desde el hecho mismo de llevar en gira el féretro de uno de los músicos, que remite al cadáver del que hacen pasar por vivo la familia Joad cuando son detenidos por un retén, hasta el cameo hecho por Jim Jarmusch, quien como cineasta independiente llevó el género a su máxima depuración y agotamiento poéticos. El objetivo final de Los Vaqueros de Leningrado será llegar a México para tocar en un boda. En lo que supone un camino inverso a las migraciones latinoamericanas, como una preevasión que insiste, más allá de la fascinación post-baudrillardiana por la nada desechable de los americanos, sobre el lugar donde se encuentra la verdadera aventura.

Una queja semejante a la que tienen los finlandeses con Kaurismäki es la que tienen los mexicanos al respecto del retrato que hicieron, a lo largo de tres películas, la dupla González Iñarritu/Arriaga. Se trata, por supuesto, de una representación parcial y hasta tendenciosa, pero también personalísima, de un imaginario donde México es todavía una tierra fronteriza. No digo con esto que no lo sea, lo que quiero subrayar es el modo, la estética hiperviolenta hecha a partir de una multiplicidad de cortes en la edición y a través de un tendido circunstancial de hechos y consecuencias: una tierra de la frontera que se proyecta desde los contrastes vividos en la Ciudad de México hasta la experiencia global.

En sus guiones, Arriaga, por una impronta académica, sabe trasplantar y confrontar la experiencia fronteriza más allá de lo local. Babel (2006) se reduce a la premisa: la frontera está en todas partes o, para ser más literales e intensos: siempre se vive al borde. Por supuesto, González Iñárritu y Arriaga no pueden olvidarse en Babel, coral sincrónico de desgracias al mundo fronterizo que tienen más cerca , de la border literal —en pocho si se quiere— que tiene México con los Estados Unidos. El viaje es inverso, supone un regreso al origen: Amelia (Adriana Barraza), quien trabaja como nana en San Diego, decide cruzar la frontera con los dos niños gringos que tiene a su cuidado para poder asistir a la boda de su hijo. Pero no existe un paso franco en esa frontera, no con dos niños americanos llevados a cuestas, y Amelia pagará por su candor y su abuso de confianza.

Ha sido frente a esa misma paradoja, el peaje emocional y político que supone el regreso a la tierra originaria, que se sostiene el peso argumental de las filmes del turco-alemán Fatih Akin. En Gegen die Wand (2004), Akin se embarca en lo que puede ser descrito como un romance terminal. Junta a dos almas desesperadas, las dos de origen turco, que convalecen en camas vecinas en un hospital después de fallar en sus intentos por suicidarse. Cahit (Tomruck) vive hundido en las drogas y alcohol y se ha despojado de todo lo que puede ser turco. Sibel (Kikelli) está en sus veintitantos y su hermano le ha roto la nariz después de descubrirla de la mano de alguien que no es turco. Cahit y Sibel se une en un matrimonio por conveniencia que fracasa y sólo será cuando se vuelven a encontrar, ya no en Hamburgo sino en Estambul, que podrán iniciar una nueva vida.

Tan violento como sensiblero, Fatih Akin ha conseguido ofrecer un fresco de las relaciones interraciales que se viven en Europa, entre la violencia y el desencanto ofrece una salida a gente que se debate entre dos mundos. El regreso al origen se convierte en un lugar soñado a ser alcanzado por las minorías. Akin es tan cauto como para no ofrecerlo más que como una esperanza, un último lugar entre los tránsitos que viven los inmigrantes y las familias que han dejado atrás.

Al final, Akin es un sentimental, y en su pasión por el drama de grupos nacionales en conflicto y convivencia diaria, supone una advertencia sobre el futuro, donde, al menos para turcos y alemanes, los límites acabarán por desleírse. No tanto por los afanes totalizadores de la globalización, sino por esa suma de mínimas aldeas que, llevadas al tránsito por necesidad, transforman día a día el paisaje humano.

Un realista flagrante

Michael Winterbottom se ha caracterizado por un verismo fronterizo en sus filmes. Sus razones son distintas que las de Fatih Akin o Ari Kaurismäki. No ayuda mucho el que sea inglés y, por tanto, producto de la última visión colonialista, empeñada en lucir la patina de su flema más allá de sus desdenes. Entregado a su actualidad, igual deja fe de su momento social en filmes como 24 Hour Party People (2002) como se lanza a la empresa de seguir las situaciones y caminos que definen al mundo en todas sus particularidades.

Nunca se puede ser general, ya no decir, global, al referirse a las razones del resto del mundo para sus tránsitos. Queda pensar que fue la experiencia cotidiana de inmigrantes afganos salidos de campamentos de refugiados en Pakistán el punto de partida para revisar todo el trayecto que viven estos migrantes entre Medio Oriente y Europa como viajeros ilegales para su filmeIn This World (2002). Se regresa a un punto de origen que le es ajeno para sobreponer de manera literal el hecho y su representación, para transmitir la crudeza de eventos y circunstancias que se empeña en depurar de todo melodrama.

Con una venia política de izquierda denuncia los caminos que subyacen como salidas para una sobrevivencia dentro de la panacea global, que se vale de sus recursos y posibilidades y cuya tragedia lo trasciende una reclusión en noticieros y revistas especializadas. La premisa argumental sigue las tribulaciones de dos refugiados afganos en Pakistán que buscan llegar hasta Londres. Estos refugiados sintetizan en su periplo una infinidad de historias sobre aquellos que —durante años— han emprendido ese mismo camino y, por tanto, han sufrido obstáculos y desgracias semejantes.

En su afán por acercarse a la realidad misma, Winterbottom hizo un casting en un campo de refugiados afganos en Pakistan, de donde elegiría a Jamal Udin Torabi y Enayatullah para ofrecerles un camino inventado a partir del que fue recorrido por muchos antes que ellos. El rodaje se cumple como una serie de estaciones, similar al juego de la oca, en el que pueden ser regresados al punto de partida más de una vez o, lo que es peor, no terminar el recorrido, caídos en la casilla que señala su muerte.

No hay muertos de verdad en la película de Michael Winterbottom, pero es como si los hubiera, evocados en mínimo homenaje a su búsqueda por un mundo nuevo o distinto. Al igual que tantos muertos que se cuentan en el tránsito (casi podría ser descrito como tráfico) ilícito de inmigrantes venidos de distintas latitudes de América Latina que buscan cruzar la frontera de Estados Unidos, que encuentran su fin asfixiados dentro de los contenedores que los llevan, como carga, al otro lado. Así también hace la representación de esa desesperación Winterbottom de un grupo de inmigrantes ilegales que viaja en condiciones similares en un carguero a lo largo del Mediterráneo con destino en Francia. No se toca el corazón en la representación que hace, desde adentro, de la desesperación vivida. No hay exceso de dramatismo, transmite la experiencia desde una cámara cándida que, descarnada, se sabe imposible.

Al final, Jamal llega a Londres y hace una llamada telefónica a Pakistán para que sea liberada la segunda mitad del pago que lo ha llevado, con riesgo de su propia vida, hasta ahí. Es a través de esa llamada que anuncia que su acompañante, Enayat, ha muerto. No puede decirlo con esas palabras, tanto por respeto a una tradición como por la evidencia traumática que lo ha convertido en un sobreviviente, dice más bien que ya no vive en este mundo. Winterbottom, dado a los juegos donde se confunde realidad y ficción, apunta que a Jamal —no su personaje sino el actor improvisado que reclutó en Pakistán y ha venido haciendo su propio papel a lo largo de un rodaje emprendido como una aventura semejante a aquellas que la han inspirado— no le fue otorgado asilo en el Reino Unido.

La realidad muere o es conjurada en cada una de las acciones que son perpetuadas a partir de diversos medios y mediaciones, sea por la narración oral de los hechos, haya sido invocada de memoria, anotada o grabada gracias a medios electrónicos; perece en su anunciación, reducida a puesta en escena de lo inmediato. El documento visual es siempre fortuito, obedece a una sincronicidad que desmerece frente a la velocidad en que se ve consumida en su explotación. Es desde la invención, y eso incluye la invención periodística (siempre puede improvisarse algo) que la realidad se afirma como su propio referente, es en los vínculos emocionales que se consiguen en su representación que lo hace viable como referente de lo real más allá de su mero accidente. Es desde esos vínculos que, paradójicamente, se acepta como algo sucedido. En el cine, la muerte de la realidad se da en lo documental, los vestigios de lo real sólo sirven como material potencial para su representación, sobreviven en aquello que se crea a partir de ellos.

El northern, un género mexicano

En México, se vive cotidianamente un tránsito semejante, no son sólo mexicanos, que —dados por un momento a la generalización— salen de Chiapas, Michoacán y Oaxaca con la esperanza de cruzar al otro lado. Se insiste tanto y de manera tan acuciante en la situación que viven tanto los inmigrantes como aquellos que aspiran a serlo que se pierde todo entre el ruido. Toda perspectiva ha venido a tomarse desde sus lugares comunes, explotado de esa manera, en un afán de denuncia por el cine mexicano, que bien pudo haberlo convertido en un género local, una forma de western (casi diría que anti-western) que va hacia el norte: un northern, para caer en la tentación siempre desafortunada del neologismo.

No es el lugar para definir los antecedentes que lo definen como género (más que el tema, siempre actual y tomada en cuenta la postura tomada legalmente por Arizona al respecto de los ilegales), dados antecedentes y tratamientos, variaciones y derivaciones, desde el pachuco de Tin Tan o el despoblamiento ejemplar imaginado por Arau en Un día sin Mexicanos(2004) hasta su representación como un peligro siempre presente en los tránsitos que están más allá de las convenciones asumidas por una necesidad siempre bilateral en el gran drama sincrónico orquestado en Babel.

Sigo con el término northern para un género tan agotado como en ciernes, y casi parece una excusa válida para saltar a Norteado (2009), que tiene como título en inglés Northless, que no acaba de acercarse demasiado a su sentido en español. Según me contó su director, Rigoberto Perezcano, tuvo la idea con Edgar San Juan (productor y guionista) “de hacer una película sobre migración que no tuviera nada que ver con otras películas, sobre todo mexicanas, que tocan el mismo género con una realidad social”. Perezcano no especificó cuales eran estas películas y, desde la premisa de desapego a una repetición de tópicos, se rinde a señalar que “el gran reto era contar la misma historia, pero de una manera diferente: con una dosis de profanidad, respeto y humor”.

Lo que define de hecho, a Norteado, es su humor. Su protagonista, Andrés (Harold Torres) se empeña en su lucha por alcanzar el otro lado, más allá de retenes, migración y border patrol, una lucha que se descubre inacabable. Insiste en su cometido después de cada nueva deportación y nuevo intento fallido. No se trata de una necedad sino de una certeza. No puede desandar lo andado, no puede más que insistir cada vez que es llevado al punto de partida.

Perezcano especifica que “No nos mofamos del hecho de irse, de buscar una mejor vida, más bien nos reímos e identificamos con la psicología de los personajes en su desgracia”. Oriundo de Oaxaca, me confiesa que llegó a un personaje tan paradójico, necio y entrañable como lo es Andrés como reducción a muchos ejemplos de conocidos, amigos, que ve todos los días. “Creo que Andrés tiene algo de todos los que aquí vivimos. En momentos Andrés es, sin lugar a dudas, mi álter ego, mi super yo.”

Andrés es anunciado como alguien en quien se reconoce pero también como una conciencia que censura. Su empecinamiento es un llamado de atención, el reflejo de un comportamiento nacional. Existe la propensión en más de un estrato social para el salto al otro lado. No tanto como el salto a la otra orilla propuesto por Octavio Paz (que me resulta propicio para este momento) pero entregado a ello en términos literalmente líricos. Esa otredad que es lo gringo, ese otro que, como malestar cultural endémico, no sabe verse más que desde sí mismo.

El northern es un género que se presupone fronterizo en su sentido literal. Al amparo de ese híbrido feliz que ha caracterizado en gran medida a los nuevos realizadores mexicanos, a mitad de camino entre el documental y la ficción, se empeña en habitar (casi habilitar) precisamente ese punto intermedio desde una experiencia que trasciende, al igual que con Winterbottom, los límites establecidos en un rodaje para dejar entrar, con épica sordina, el cotidiano trágico que se busca representar:

“Había momentos en las locaciones (casi todas reales) en que gente de muchas partes de México estaban ahí porque en verdad iban a cruzar. Deteníamos el rodaje y observábamos con respeto como cruzaban y luego continuábamos.” Perezcano recuerda mucho un momento en que filmaba el desierto, un momento en que no sabían si pisaban el lado mexicano o el norteamericano, “En ese instante, coincidimos que todos en un momento de la vida estamos norteados”. No se trata tanto que la realidad supere a la ficción, se trata, sobre todo, que siempre acaban por confundirse"

 
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