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IFF Panamá 2019 (8ava edición)
Publicado el 23 - Abr - 2019
 
 
El IFF Panamá se consolida como el auténtico puente (no sólo geográfico) entre las propuestas que ocurren en el norte, centro y sur del continente americano. Impulsa la producción de cine local, panameño, como nunca se hizo antes de la existencia del festival, apoya la difusión de los trabajos realizados en los demás países centroamericanos que tienen poca posibilidad de ser vistos fuera de la zona y al hacerlo propicia la construcción de audiencias no solo dispuestas sino desesosas de ver sus propias historias en pantalla. - ENFILME.COM
 

La octava edición del IFF Panamá ha dado una muestra más de la importancia que ha cobrado en el panorama de los festivales de cine latinoamericanos. La forma en que está compuesta su programación obedece en buena medida a uno de los afanes fundamentales que tiene esta fiesta del cine en Panamá: que la ciudad canalera se consolide como el auténtico puente (no sólo geográfico) entre las propuestas que ocurren en el norte, centro y sur del continente americano. Impulsa la producción de cine local, panameño, como nunca se hizo antes de la existencia del festival, apoya la difusión de los trabajos realizados en los demás países centroamericanos que tienen poca posibilidad de ser vistos fuera de la zona y al hacerlo propicia la construcción de audiencias no solo dispuestas sino desesosas de ver sus propias historias en pantalla. Pero, además, el IFF Panamá no lo hace desde una posición proteccionista para con los filmes que elige mostrar, sino que los coloca en igualdad de circuncias con una rica baraja de varios de los mejores filmes estrenados a nivel mundial durante el ultimo año.

En esta ocasión el festival tuvo el emotivo elemento adicional de representar la despedida de Diana Sánchez, la responsable en buena medida de lograr ese preciso balance al articular la programación de los filmes a exhibirse, como Directora Artística del festival para asumir un importante puesto de decisión en el Festival de Toronto. De cualquier forma, tanto la propia Diana como Pituka Ortega Heilbron, Directora Ejecutiva del IFF Panamá, coincidieron en subrayar que aquélla continuará formando parte de la familia del festival, asesorando en temas de la selección de los filmes para los años siguientes.

 

El amor menos pensado

Dir. Juan Vera (Argentina, 2018)

El amor menos pensado, cinta dirigida por Juan Vera, y coprotagonizada por Mercedes Morán, es una comedia romántica argentina que aborda el tema de la crisis de pareja entre quienes ya han rebasado el medio siglo de edad. Marcos (Darín) y Ana (Morán), esposos que están cerca de cumplir 25 años de casados, despiden a su hijo de veintitantos que ha decidido irse a estudiar la universidad a España. Ellos se llevan de maravilla, aparentemente, pero el vacío que provoca la ausencia de un tercio de la ecuación, hace que de forma inevitable se cuestionen todas las certezas que creían bien cimentadas en la relación. Se quieren (quizá se aman), se divierten, comparten, se llevan de maravilla, pero parece que algo no termina de cuajar entre ellos una vez que su período como padres ha finalizado su etapa fundamental. Es Ana quien, particularmente, resiente el desajuste de su normalidad. Están, los dos, entrando en una etapa de madurez en la vida que, parece, exige definiciones determinantes, y una de ellas consiste en aceptar un destino de seguridad y resignación, o la posibilidad de experimentar nuevas emociones, sensaciones y, eh, satisfacciones. De común acuerdo y, en el mejor de los términos, sin haber conflictos relevantes, o desazones insoportables, los dos deciden finalizar su estable relación. La vida, parece, empieza en realidad una vez superados los cincuenta.

La película está muy bien orquestada, minuciosamente diseñada, pero en su parte inicial más bien parece una obra de teatro adaptada al cine, pero bajo los esquemas teatrales. Casi todo se siente acartonado, y es solo salvado por los esfuerzos actorales y, es cierto, también por el filo de los diálogos. Una vez que el matrimonio se rompe, también lo hacen los amarres de la película y se desenvolvimiento se siente más libre, más resuelto. Los ‘one liners’ (que abundan) empiezan a sucederse con mayor naturalidad y contundencia, las interpretaciones se relajan, y los diferentes tipos de conflictos que se suceden van cuajando de modo no sólo verosímil, sino muy simpático. Entre broma y broma, y pese a lo esquemático que puedan resultar los escenarios que se plantean, y lo previsible que pueda volverse casi desde un inicio la resolución de la trama, se esbozan situaciones que están bien nutridas por asuntos relevantes como la soledad, los conflictos existenciales personales, las verdades de la amista, el amor y el compromiso, la necesidad de permitirte experiencias nuevas sin importar la edad, la posibilidad del perdón y el reencuentro. Más allá de las complacencias del género y algunos dislates de tono y ritmo, la película es muy entretenida, por momentos simpatiquísima e, incluso, pese a la superficialidad con que de pronto aborda ciertos conflictos, ofrece momentos de reflexión con los que gran parte de quienes comparten la edad de los protagonistas se pueden sentir identificados.

La camarista

Dir. Lila Avilés (México, 2018)

En un hotel de lujo de Ciudad de México trabaja Eve (Gabriela Cartol). Es recamarera (camarista) y desde antes de que salga el sol por las mañanas hasta que se lo traga la oscuridad por las noches ella limpia habitaciones, intercambia favores con compañeros, cuida bebés a cambio de unas monedas adicionales e, incluso, toma clases porque tiene fervientes deseos de superarse. En los poquísimos segundos libres que tiene Eve, habla por teléfono con la maestra de su hijo y, si tiene suerte de que esté despierto, también con él, muy brevemente. Eve tiene dos grande sueños, que aparentemente tiene al alcance de la mano gracias a lo bien que desempeña su trabajo diario y a la honestidad con que se conduce: que le regalen un elegante vestido rojo que alguien dejó en el hotel y nunca fueron a reclamar (ella es la primera en la lista) y, sobre todo, que le den la gran oportunidad de otorgarle el piso 42, lo que significaría (literal y simbólicamente) un espectacular ascenso para ella considerando que es la encargada del piso 21.

Llama intensamente la atención el control de las actuaciones, de los tiempos, del espacio, del ritmo que ostenta Lila Avilés en La Camarista, sobre todo considerando que  La camarista es su ópera prima. Es un filme que desde que inicia deja establecido un estilo que respeta en cada secuencia: la cámara casi no se mueve (por lo que constriñe el ámbito de acción de Eve), la importancia que cobra el sonido para abarcar lo que ocurre fuera de cuadro, la ausencia de música, el tono de las interpretaciones y, particularmente, la escasez de diálogos. La directora entiende que está haciendo cine y utiliza el lenguaje y los recursos del medio para hablar de tema importantes, profundizando en ellos, omitiendo hacerlo a través de explicaciones verbales. Sus cuidadas puestas en escena (asistida por el destacado trabajo de Carlos Rossini) mucho nos hablan sobre la soledad, sobre cómo ese trabajo permite inmiscuirse, vouyerísticamente, de forma íntima en vidas ajenas (Lilia reconoce que la génesis de su filme fue The Hotel, proyecto de la gran artista Sophie Calle) y, por encima de todo, cómo hay personas que, en una cruel paradoja, deben renunciar a su vida para poder sobrevivir. Además, padeciendo todos los días del contraste incesante de sus precarias existencias con los derroches de opulencia que nunca podrán gozar y cotidianamente les vociferan, de modo déspota, su distante realidad. Detalles, símbolos constantes y hasta chispazos de corrosivo humor se van sumando para consolidar un filme que, por si fuera poco, cierra evitando las salidas fáciles. La conclusión es simultáneamente triste y liberadora.

Panamá Radio

Dir. Edgar Soberón Torchia (Panamá, 2019)

Es sumamente interesante seguir viendo cómo las propuesta del cine panameño siguen teniendo, como objetivo principal, el indagar como sea y por dónde sea, cuáles son los elementos que permiten configuar la identidad del joven pueblo de Panamá. Uno de los recursos es recuperando memorias del pasado que les son comúnes. Panamá Radio era una tienda de discos ubicada en el centro de la Ciudad de Panamá, que daba importancia suprema tanto a ofrecer las mejores propuestas musicales de la música latinoamericana, como a atender de forma personalizada y atenta a los clientes, pero también por lograr que músicos nacionales y extranjeros se presentaran (generalmente de forma sorpresiva) a tocar, cantar o hacer algún tipo de presentación en las instalaciones de la tienda. Gran parte de lo que vemos es a partir del recuento de dos mujeres que trabajaron en la tienda y la vieron evolucionar, pero el director lo mezcla acertadamente con una buena recolección de material de archivo, de entrevistas con personas que eran visitantes asiduos de la tienda y, también, lleva a estas señoras a la zona de los alrededores del sitio en el que se ubicaba Panamá Radio para reconstruir con ellas, caminando por las calles de la ciudad, un pasado que, pese a no ser tan lejano, ha sido ya consumido por la voracidad del tiempo. Por eso son importantes filmes como Panamá Radio, porque permiten a los espectadores crear una memoria colectiva que quedará como constancia de lo que fue y lo que estuvo pero que de una u otra forma debe permanecer en la construcción del futuro panameño.

Miriam miente

Dir. Natalia Cabral y Oriol Estrada, España / República Dominicana, 2018

Miriam (Dulce Rodríguez) nada en la alberca con Jennifer (Carolina Rohana), ambas juegan, ríen, cantan y comen caramelos. Ellas están a punto de cumplir quince años y han decidido celebrar su fiesta juntas. Mientras el par de amigas ensaya el vals de su fiesta, Claudia (Margaux Da Silva) -mamá de Jennifer- le muestra a la madre de Miriam, Tere (Pachy Méndez), algunos muebles que consiguió en Miami de un diseñador costoso, así como una biblia que el mismísimo Papa le había regalado. Tere muestra asombro y elogia a la mujer por sus adquisiciones. Por su parte, las jóvenes hablan de los chicos que les gustan y durante la conversación sale a tema el misterioso chico con el que Miriam mantiene una relación vía digital. Jean-Louis es un misterio para todas, incluida Miriam, quien no ha querido conocerlo en persona, pero, con su fiesta de cumpleaños tan cerca, termina cediendo ante la presión familiar y la de sus amigas. Miriam accede a conocerlo en el Acuario, pero cuando él se presenta a la cita, la joven decide no acercarse a él y no hablar más sobre el tema. Sin embargo, todos están a la espectativa del chico, por lo que comienzan a crear idealizaciones sobre el muchacho: europeo, de ojos azules, hijo del embajador. Miriam no sabe si debe contarle a alguien quién es en realidad Jean Louis y si los demás aprobarán esta relación.

En su primer largometraje de ficción, Miriam mienteNatalia Cabral y Oriol Estrada muestran la evidente tensión entre las diferentes clases sociales en República Dominicana. Existe un claro contraste entre la familia acomodada de Jennifer con la de Miriam, que se mantiene en un hogar de clase media. Tere observa la vida –aparentemente perfecta- de Claudia y de manera notoria e insistente, busca que su propia hija entre en esa elite: alisa su cabello rizado, la aleja de personas que no puedan darle ese estatus de vida y gasta grandes cantidades de dinero en imitar los lujos que tiene la amiga de su hija. Pero el filme de Cabral y Estrada no sólo muestra a una clase media aspiracional, sino que con sutileza tejen toda una estructura de castas que deviene en los sectores más desprotegidos y la manera en que aún en la actualidad, se generan visibles rasgos racistas. Y de ahí que la potencia del filme destaque en lo no dicho, aquello que ningún personaje se atreve a decir pero que descansa sobre nuestros ojos, se sitúa de manera silenciosa, tal como el enigmático personaje principal que rige toda la película.

La flor de la vida

Dir. Adriana Loeff y Claudia Abend (Uruguay, 2017)

Un grupo de personas de la tercera edad entran por la parte trasera de un teatro, caminan tras bambalinas hasta llegar al proscenio, que está adecuado con lámparas que iluminan una silla que le da la espalda a una sala teatral.  “Si tiene más de 80 años y quiere contar su historia, llámeme o déjeme un mensaje”, con esa promesa es que estas personas se presentan en una entrevista, esperando que alguien quiera escuchar sus historias. Aldo y Gabriella, resultan ser los elegidos, una pareja que se conoció cuando eran jóvenes y que son diametralmente opuestos. La narración de su vida se ve enmarcada por las historias de los demás, hombres y mujeres que han pasado una vida al lado de otra persona, y cuentan –desde su experiencia-, lo complejas que pueden ser las relaciones de pareja.

Adriana Loeff y Claudia Abend, quienes previamente habían trabajado juntas en Hit (2008), se adentran, en La flor de la vida, a un matrimonio que exteriormente puede parecer perfecto, pero -gracias a la meticulosa lente de las directoras- son observables las grietas que han hecho imposible la convivencia de la pareja.  Utilizando el concepto que afirma que los opuestos se atraen, las directoras estructuran una historia de amor a través de videos vacacionales que la pareja ha acumulado durante 48 años de matrimonio, y dejan claro que la idea del amor que cada uno posee es muy distinta, al punto de un día simplemente desvanecerse. Loeff y Abend no sólo estructuran su filme a partir de la vejez y el abandono, sino a través del tiempo, de aquello que nadie puede escapar –lo observamos en todos esos rostros arrugados y esos ojos envejecidos, de los que alguna vez nos habló Jarvis Cocker en la canción Help the Aged-, ni siquiera ese amor que intenta luchar contra la monotonía y las malas experiencias vividas puede alejarse de él.

La asfixia

Dir. Ana Bustamante, Guatemala, 2018

Un par de pescadores cavan un hoyo a orillas del mar, a su lado, inerte, el cadaver de una tortuga. Ana Bustamante cuenta que algunas personas dicen que las tortugas lloran, ella asegura que se trata del exceso de sal que sale por los ojos de los reptiles. Una de cada cinco mil llegan a ser adultas y son pocos los cuerpos que el mar llega a sacar, en su mayoría van al fondo del mar y permanecen ahí. Este es el preámbulo del documental de Ana Bustamante,La asfixia, en la que relata la desaparición de su padre, Emil Bustamante durante el conflicto armado interno en Guatemala durante el año de 1982. A través de testimonios familiares y de conocidos, Ana intenta reunir las piezas que le permitan conocer un poco de su padre, tanto en su faceta política como en la relación que mantenía con su madre antes de su desaparición.

Con un guion que por momentos roza la poesía, Bustamante decide hacer uso de su pasado para mostrar el alcance que las desapariciones forzadas hechas durante la época de las dictaduras siguen teniendo. La documentalista elige en una primera instancia a la familia paterna, una hermana que sigue en busca de su hermano –incluso usa una camiseta con su fotografía y datos de contacto- y que encuentra en sus recuerdos aspectos tan dolorosos que la cineasta decide eliminar de manera tangencial eliminando la voz y dejando la imagen. Al tocar un aspecto tan personal de la directora, La asfixia se convierte en un diario en video sobre una mujer –como tantas otras existen en el mundo- queriendo saber lo que sucedió con ese cuerpo que jamás pudo enterrar, aquel del que probablemente jamás vuelva a saber nada.

El despertar de las hormigas

Dir. Antonella Sudasassi, Costa Rica / España, 2019

Isa (Daniela Valenciano) decora un pastel con un merengue color amarillo. Detrás suyo hay una comida familiar, los niños corren de un lado al otro, los hombres conversan sobre un partido de fútbol y las mujeres se reúnen en la cocina terminando los últimos detalles de la comida. Una de las mujeres que se encuentra ahí se acerca a Isa para comentarle que su pastel se ve hermoso, sin embargo, otra de ellas le dice que en realidad no se ve tan bien el decorado, que debería considerar hacer más estilizados los diseños. Durante la convivencia, la familia insiste en que deben de tener un nuevo hijo, Alcides (Leynar Gómez) menciona que ya están trabajando en ello, pero el rostro de Isa no concuerda con la emoción mostrada por su esposo. Cuando un foco en la casa comienza a fallar, el cabello de la mujer se empieza a caer y el sonido de sus hijas la agobian, Isa tomará un par de decisiones que a los ojos del pueblo en donde vive no serán correctas.

En El despertar de las hormigas, la directora nacida en San José, Antonella Sudasassi, muestra los pequeños micromachismos que existen en el día a día en la época actual: niñas que deben recoger el plato de su padre, una mujer que usan el cabello de cierta manera porque su pareja lo prefiere así, posiciones sexuales que no le permiten gran libertad a la protagonista y la reiteración de otro miembro en la familia sin preguntar si el cuerpo que lo va a alojar en sus primeros meses de desarrollo está dispuesto a hacerlo. Con su primer largometraje, la cineasta logra retratar aquellos roles familiares que se presumen como gastados pero que permanecen ahí, desde las expectativas que se crean sobre el cuerpo de una mujer hasta la presión para que se comporten de cierta manera. Esta suerte de machismo normalizado se ve expuesta sin tintes de aparente violencia: lo justifican diciendo que se trata de amor, de preocupación. Sin embargo, todos estos argumentos siguen siendo resquicios de las prácticas de antaño.

Temblores

Dir. Jayro Bustamante, Francia / Guatemala / Luxemburgo, 2019

El tráfico en la ciudad de Guatemala hace que Pablo (Juan Pablo Olyslager) llegue tarde a su casa. Al entrar finalmente a ella, encuentra a toda su familia esperándolo. Las miradas inquisidoras hacen que el hombre se oculte en su habitación. Un miembro de la servidumbre localiza las llaves y Eva (Mara Martínez), su hermana, entra para hablar con él. Le pregunta si en algún momento alguien lo tocó o si cuando eran niños le pasó algo. Pablo no responde, sin embargo la tierra comienza a vibrar y los habitantes de esa casa salen. Su madre, Cristina (Magnolia Morales), atribuye el temblor a una pena divina que Dios ha mandado para castigar a su hijo. Pablo no la escucha, sube a la camioneta y se dirige a buscar a sus hijos en la casa de la asistente doméstica. Los hijos abrazan al padre, pero Isa (Diane Bathen), su esposa, los arrebata de sus manos y le pide que los deje en paz. Ante el conflicto, Pablo va con Francisco (Mauricio Armas Zebadúa), su pareja, quien le consigue un departamento y lo apoya ante la ruptura con su familia. Sin embargo, Isa, le impide ver a sus hijos e incluso informa en su trabajo de su “conducta inapropiada”, lo que provoca su despido inminente. Francisco se convierte en su sostén emocional, pero no es suficiente, la ansiedad por todo aquello que perdió obliga a Pablo a reconsiderar insertarse en la comunidad que había dejado sin importar si con ello hace a un lado su identidad.

Temblores es un cuestionamiento sobre lo que el amor realmente significa. ¿Acaso es más importante la felicidad de otros que la propia? Y de ser así, ¿quién elige que la felicidad de alguien está por encima de la del otro? A partir de esta serie de preguntas, Jayro Bustamante muestra los obstáculos a los que se enfrenta un hombre de cuarenta años que ha vivido en una mentira idílica evitando la confrontación tanto de la familia como de la sociedad, ambos, nucleos intolerantes al cambio. Aunado a eso, el director también pone de manifiesto los cánones religiosos que fungen como un ancla extra que se cimienta en la vida del hombre y que no le permite una expresión completa de su identidad. Tanto ellos como la familia de Pablo, hace lo cree que es correcto por “amor” a él, pero esta suerte de amor enreversado que lo nulifica se contrapone con la idea libertaria que tiene Francisco, donde el amor crece apartir del reconocimiento de la propia identidad. Con la pulcritud que ya había demostrado desde su primer largometraje –Ixcanul (2015)-, Bustamante concibe personajes ricos en complejidad que brindan de amplios matices su segunda obra.

Las niñas bien

Dir. Alejandra Márquez Abella (México, 2018)

El filme inicia con la voz en off de Sofía (Ilse Salas), una mujer de clase alta que narra los banales conflictos que rodean su fiesta de cumpleaños: cubiertos de plata, las copas que se van a utilizar, el vino que se va a servir, la comida que ha elegido ofrecer, incluso, el acompañante que desearía tener. Después de vestirse, la mujer se mira detalladamente al espejo, examina cada centímetro de su rostro y su atuendo en un espejo de 360 grados. La fiesta en su casa ha iniciado, escucha bromas sobre las estudiantes de la Universidad Ibero y las de la Universidad Anáhuac, hablan sobre atuendos, sus amigos beben y su esposo Fernando (Flavio Medina) le compra un Grand Marquis en color champagne. Lo único que inquieta a Sofía, durante la celebración, es una mariposa negra que se ha instalado en su casa, y que, según su jardinero, debe salir sola o traerá mala suerte. Los días posteriores a su fiesta enmarcan un declive económico histórico. Sofía -después de pasar su vida viviendo en el lujo- no logra comprender aquellos focos rojos que se iluminan ante ella y que hacen evidente la desestabilización de una nación: la falta de agua, los cheques que rebotan, los empleados inconformes y la creciente disminución de personas en el club de golf. Esta drástica transformación no termina sólo afectando su estilo de vida, sino que se incrusta en su psique y va haciendo añicos todo aquello a lo que solía estar acostumbrada.

Las niñas bien (2018) está basada en el libro homónimo de Guadalupe Loaeza -publicado en 1987-, que realiza un retrato de la clase alta mexicana, sus vicios, hipocresías e idiosincrasias. Pero  diferencia de la novela de Loaeza, Alejandra Márquez Abella consigue insertarnos en ese mundo respaldado por condiciones económicas e incursiones en sociedad con mucho mejores argumentos visuales que las casi ciento ochenta páginas literarias. Ubicado en 1982, el filme relata la devaluación del peso mexicano durante el gobierno de López Portillo y la forma en que esto afecta a un núcleo de amigas que viven en Las Lomas. La escritura de Márquez toca someramente la vida de las demás mujeres, dejando que el peso de la trama caiga únicamente en Sofía -interpretada estupendamente por Ilse Salas-. Uno de los grandes aciertos del filme es el trabajo de la cinefotógrafa Dariela Ludlow, que plasma la esencia visual característica de los ochenta utilizando luces tenues, una paleta que oscila entre las tonalidades brillantes y los colores pastel, así como planos generales que brindan suficiente información para que el espectador evoque una década pasada. 

Loveling

Dir. Gustavo Pizzi (Brasil, Uruguay, Alemania, 2108)

En Petrópolis, a las afueras de Río de Janeiro, vive Irene (Karine Teles) con su esposo Klaus (Otávio Müller) -dueño de una imprenta en plena decadencia- y sus cuatro hijos. La puerta principal se traba, el grifo gotea, las tuberías colapsan, las grietas en las paredes amenazan con el derrumbe, pero no hay falta de amor en esta casa un poco caótica. El hijo mayor, Fernando (Konstantinos Sarris), es un talentoso jugador de balonmano que es invitado por un club profesional alemán para continuar sus estudios y preparación en el extranjero. Aunque la madre sabe que algún día los hijos deben partir, no se imaginaba que la despedida llegaría antes de los esperado. Entre los preparativos del viaje -que implican hacer maletas, una serie de trámites burocráticos, la firma del contrato y una convivencia de despedida-, Irene debe lidiar también con los altibajos matrimoniales de su hermana Sonia (Adriana Esteves) y el cuidado de sus otros tres hijos. Todas estas distracciones conducen a Irene a un estado ambivalente que encierra la tristeza de la separación y el brillo del orgullo.

Loveling (Benzinho, 2018) es un cautivador melodrama sobre aquellas dolorosas separaciones familiares que son necesarias para que uno de los involucrados cumpla el sueño del progreso y bienestar lejos de sus orígenes -país y familia-. El filme, dirigido por el cineasta brasileño, Gustavo Pizzi (Riscado, 2010), captura las alegrías, las lágrimas, los sinsabores, los tragos amargos y las diversiones de una familia que atraviesa algunas dificultades económicas, cuyos integrantes siempre buscan maneras ingeniosas de resolver los conflictos -por ejemplo, al no tener para pagar un cerrajero, utilizan una ventana como ‘puerta’ de acceso-. Con frecuencia, el realizador recurre al elemento del agua para ayudar a que los sentimientos fluyan con elegancia y genuina simpatía; desde las intensas lluvias que estrujan el corazón de la madre hasta el apacible mar que funciona como telón de fondo de un fin de semana de convivencia, el cinefotógrafo Pedro Faerstein selecciona delicadamente el tipo de plano apropiado, ya sea para mostrar el vínculo de las personas con los espacios que habitan, o evidenciar las reacciones de los personajes. Es importante destacar que, también, se nos recuerda constantemente las duras realidades que enfrenta la familia, particularmente en términos económicos, pero existe la sensación de que, independientemente de lo que se acerque, lo abordarán juntos y, al final, eso es lo que más importa.

Pájaros de verano

Dir. Cristina Gallego y Ciro Guerra (Colombia, México, Dinamarca, 2018)

A finales de la década de 1960, la árida región costera de la Guajira de Colombia permanece habitada por la etnia wayuu, una comunidad cerrada e introspectiva que siempre se ha autorregulado con sus propias leyes, su propio código, su propio honor. Ahí, el pobre y desventurado pretendiente Rapayet (José Acosta) desea casarse con la bella Zaida (Natalia Reyes) -a pesar de la posición superior que ocupa la familia de la joven en su comunidad-. La dote exigida por Úrsula (Carmiña Martínez), la madre de Zaida, resulta prácticamente inalcanzable para el hombre. Cuando conoce a un grupo de estadounidenses anticomunistas deseosos de consumir una hierba especial, Rapayet, de actitud despierta y emprendedora, pone en marcha -junto con su ambicioso amigo, Moisés (Jhon Narváez)- un rudimentario sistema de cultivo, recolección, traslado y venta de marihuana procurando cantidades modestas al principio para no llamar la atención de quienes lo rodean. Inmediatamente, descubriendo la alta rentabilidad de este negocio, Rapayet no solo gana la mano de Zaida en el matrimonio y el respeto de su familia, sino que rápidamente construye un imperio rentable en la venta de las drogas. Sin embargo, conforme el negocio prospera, la economía y los equilibrios entre los clanes de la misma comunidad se ven alterados. Aquellos que fueron humildes encuentran en el poder, el dinero y la violencia los mecanismos perfectos para alcanzar la cima; aquellos que alguna vez fueron amigos o familia, son seducidos por la ambición para convertirse en rivales.

Ascenso de un humilde hombre que se convierte en capo de la droga y luego su estrepitosa y sangrienta caída. El recorrido, por decirlo de esta manera, es la fórmula habitual de las ‘narco sagas’ que ya hemos visto docenas de veces en años recientes tanto en filmes como en series televisivas. Sin embargo, el dúo conformado por Cristina Gallego y Ciro Guerra, responsables de la fabulosa El abrazo de la serpiente (2015), restablece el modelo del relato de narcotráfico en Pájaros de verano (2018), impregnando en su historia no sólo las mejores estrategias del thriller criminal, sino atendiendo las formas del cine etnográfico y recuperando los rituales comunitarios, así como los mitos y el pensamiento mágico de la comunidad wayuu. Gallego y Guerra nunca renuncian a los tropos del género; toman el modelo del ascenso y caída criminal constituido por Scarface (inaugurado por Howard Hawks en 1932 y renovado por Brian De Palma en 1983) para deconstruirlo desde sus entrañas y recrearlo como una balada popular, como una leyenda oral, como una historia de clanes de aquellos transmitidos de generación en generación. El filme se desarrolla en un período de 20 años (inmediatamente después de los años de La Violencia, una sangrienta guerra civil que concluyo en los sesenta, y termina justo antes del inicio de la ‘narcocracia’ de los años ochenta encabezada por Pablo Escobar).

Burning

Dir. Lee Chang-dong (Corea del Sur, 2018)

Jongsu (Yoo Ah-in) es un joven de clase trabajadora y aspirante a escritor en busca de superar un bloque ocreativo. Para ello, deambula entre los fantasmas de su propio pasado y las obsesiones de un presente que le resulta indescifrable. Un día, mientras realiza entregas y trabajos de medio tiempo como repartidor en Seúl, Jongsu se reencuentra con Haemi (Jun Jong-Seo), una chica a la que conoció en la infancia y no la había visto desde aquel entonces. Luego de algunos breves encuentros, ella se marcha a África y le pregunta a Jongsu si puede cuidar de su gato mientras está fuera. A su regreso, Haemi está en compañía de Ben (Steven Yeun), un misterioso y adinerado hombre. Entre los tres, casi extraños, pronto se establece una fuerte atracción y una compleja geometría de sentimientos, llena de fantasías borrosas que generan ilusiones e incertidumbres. Cuando la amistad y la confianza florece entre los dos hombres, Ben le revela su más perverso pasatiempo. Al saber el más recóndito secreto de su nuevo amigo -o rival-, Jongsu entra en una espiral de confusiones y angustias, donde los límites -entre la seguridad y el peligro, las dudas y las certezas, la realidad y la ficción- comienzan a difuminarse.

Burning (2018), el más reciente filme del cineasta coreano Lee Chang-dong y, probablemente, el punto más alto de su ya notable filmografía que incluye Secret Sunshine (2007) y Poetry (2010), se basa en Barn Burning, una historia corta de Haruki Murakami que, por cierto, es el mismo título de otro cuento, fechado en 1939 y firmado por William Faulkner, quien es el autor favorito de uno de los protagonistas. El relato deambula en atmósferas enrarecidas y perturbadoras gracias a una inexorable y creciente tensión que se eleva, no sólo con la intención de descubrir el misterio de los personajes y sus turbulentas manías, sino porque el filme, en sí mismo, reflexiona sobre los medios y las herramientas que emplea el arte narrativo (cine y literatura, específicamente) para construir el misterio.  ¿Cómo elaborar un relato sobre lo que no se dice, sobre lo ambiguo de la cotidianidad? Parece un esfuerzo supremo tratar de hacer “comprensible” lo que no se concibió en palabras. Para eso están las imágenes, y así lo entiende el director coreano. Cuando deja de confiar demasiado en los mecanismos literarios de Murakami, Lee Chang-dong ofrece paisajes suspendidos y metafísicos; espacios que comunican la soledad de Haemi, la perversidad de Ben y la desesperación implosionada de Jongsu, personajes magníficamente construidos y resueltos. Momentos hipnóticos, silencios densos y alusiones de amenazas inminentes. En Burning se respira una melancolía del desencuentro, de relaciones de clase y poder donde casi siempre sucumben los más puros e inocentes. Pero la realidad está hecha de una ambigüedad sublime, parece decirnos el director, en una combustión que continúa ardiendo horas después de la proyección.

Cafarnaum

Dir. Nadine Labaki (Líbano, Francia, Estados Unidos, 2018)

En un pueblo de Líbano, el pequeño Zain (Zain Al Rafeea) denuncia a sus padres por haberlo traído al mundo, forzándolo a una existencia de dificultades y dolor. Los padres -con muchos hijos y pocos medios- no son personas crueles, pero no tienen la posibilidad y mucho menos la sensibilidad para entender qué es lo mejor para sus seres queridos. El niño de 12 años intenta hacer sus contribuciones para ayudar a los muchos hermanos y hermanas, incluyendo al mayor que se encuentra en prisión. Cuando los padres deciden casar a la muy joven Sahar (Haita Izzam) con un comerciante, el pequeño no puede más y abandona la casa para emprender una desesperada odisea en busca de algo mejor. Zain tropieza con una serie de infortunios y crueldades, pero en su camino se encuentra con Rahil (Yordanos Shiferaw), una migrante etíope que trabaja como empleada doméstica para mantener a su hijo Yonas (Boluwatife Treasure Bankole). La mujer recibe cariñosamente a Zain en la choza donde vive; mientras que para el pequeño, Rahil se convierte en una especie de madre. Desafortunadamente, un día, después de salir para cumplir con sus deberes, Rahil no regresa a casa y Zain tiene que hacerse cargo del cuidado de Yonas. 

En la tradición cristiana, Cafarnaúm era el antiguo pueblo de Galilea donde Cristo realizó sus milagros. Pero en el lugar donde la actriz y directora libanesa Nadine Labaki establece su nuevo filme, el único milagro visto es la supervivencia. La película narra la vida en los barrios más degradados de Beirut, a través de la historia de Zain, uno de los muchos hijos de familias en condiciones absolutamente desesperadas y para quienes la vida parece solo una colección de experiencias sin esperanza. La decisión de condensar todos los males del mundo en poco más de dos horas tiene la desventaja de ser visto por algunos como un mecanismo fabricado únicamente para estrujar los corazones, orillarnos a llorar y obligarnos a sentirnos culpables por dichas problemáticas sociales. También puede ser un argumento para los detractores del filme que acusan a la directora de hacer una ‘estetización’ de la pobreza al mostrar constantemente la miseria de los barrios más pobres de Beirut. No obstante, la fortaleza de Labaki radica en evidenciar ese aspecto de la sociedad libanesa, sin descuidar la difícil condición de los migrantes que llegan a su país.

Cold War

Dir. Pawel Pawlikowski (Polonia, 2018)

Wiktor (Tomasz Kot) es un director musical que junto con Irena (Agata Kulesza) recorre, en 1949, la Polonia profunda a través de sus zonas rurales buscando talento en bruto; hombres y mujeres que canten y bailen música folclórica auténtica, para armar un ensamble que, bien pulido, viaje a lo largo del país como representación del nuevo nacionalismo polaco que quiere imponer el gobierno tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En una de las audiciones, Wiktor queda fulminantemente cautivado por Zula (Joanna Kulig), una chica hermosa y con talento pero, sobre todo, astuta y determinada. Al preguntarle sobre su paso por la cárcel, responde: “mi padre me quiso confundir con mi madre, así que utilicé un cuchillo para sacarlo de dudas; pero no se preocupen, no murió”. Zula lleva a cuestas su pasado, pero quiere huir de él, y Wiktor es el pasaporte para lograrlo. Pronto se enamoran y se convierten en pareja, mientras Wiktor es obligado por instancias burocráticas a incluir canciones de alabanza a Stalin y la reforma agraria –que les permitiría llevar su espectáculo a Yugoslavia, Rusia y quizá otros países- y Zula debe espiar y reportar todos los movimientos de su amado –para poder moverse en libertad pese a sus antecedentes. El creciente sistema opresivo instaurado en Polonia los asfixia, por lo que en un viaje a Berlín deciden que, una vez finalizado su show, escaparán hacia la parte Occidental. Wiktor se adelantará mientras Zula convive con oficiales alemanes. Pero ella nunca llega a las coordenadas donde acordaron verse y él huye, instalándose finalmente en París.  Ahí forma una banda de jazz que toca en un club nocturno, mientras Zula se convierte en la estrella del grupo folclórico polaco. Pasados unos años, durante un viaje a París para presentar el espectáculo, Zula se encuentra con Wiktor de manera breve; ambos reconocen ya tener nuevas parejas y, unos segundos después, se vuelven a separar. Tiempo después, se reencuentran en París para libres los dos, proseguir su amor y grabar un disco que Wiktor le producirá a Zula. Su vida en libertad les permite gozar su relación personal y profesional pero sus temperamentos, las heridas no cicatrizadas de sus desencuentros previos, celos, descuidos, torpezas en el trato mutuo, la incapacidad para vivir en libertad y, muy importante, la consolidación del totalitarismo en Polonia, se confabulan para provocar una nueva ruptura en su amor. El destino y su afán por amarse, quizá, serán capaces de volver a unirlos en algún lugar de la Europa de la posguerra.

Con Guerra Fría, el brillante realizador polaco repite el esquema de Ida (su filme previo), abordando otro ángulo de lo que ocurría en su tierra, pero en los cincuenta, con una propuesta visual y estilística similar, adaptada al nuevo relato: blanco y negro, formato 4:3, aunque dándole más movimiento a la cámara y utilizando menos el recurso de dejar tanto aire por encima de las cabezas de sus retratados. Pero la conversión al comunismo estalinista, la burocratización del Estado, de la cultura y de la vida misma, en un régimen dependiente del estalinismo soviético incide directamente en el testimonio de la historia de amor que nos presenta en Guerra Fría. El amor no es suficiente para hacer felices a los enamorados. Y, aunque el tema ha sido abordado hasta la saciedad en la literatura y también en el cine, el realizador consigue dotar de una personalidad propia a su filme no sólo a partir del aspecto formal antes mencionado (de nuevo confiando en el talento para iluminar de Lukasz Zal, como en Ida), sino sobre todo a la manera en que confecciona unos personajes (espléndidamente interpretados) que conjuran una conexión especial en pantalla y que, sin necesidad de hablar mucho y pese a las elipsis que son recurso habitual del director, con sus miradas, sus gestos, sus decisiones, dicen mucho de su pasado, de sus deseos, de sus temores y de la melancolía que padecen al no poder consumar su amor, y menos en el sitio al que pertenecen.

Custodia

Dir. Xavier Legrand (Francia, 2017)

Miriam (Léa Drucker) y Antoine (Denis Ménochet) están teniendo dificultades para finalizar su divorcio, sufriendo interminables batallas legales sobre la custodia de Julien (Thomas Gioria), su hijo de 11 años, mientras que su hija mayor de 18 años, Joséphine (Mathilde Auneveux), trata de hacer su propia vida con su novio Samuel (Mathieu Saikaly). Miriam le tiene miedo a Antoine y afirma que el hombre es un monstruo abusivo; Julien teme pasar tiempo con su padre; y la mayoría de los encuentros padre e hijo se centran en la necesidad de Antoine de saber qué está haciendo Miriam ahora que ha superado el fallid matrimonio. El niño está atrapado en una situación horrible, incluso perdiendo su cordura cuando su padre aplica presión sobre él. A medida que pasa el tiempo, el carácter obsesivo de Antoine comienza a colocar a los demás al borde del peligro.

En Sin amor (Nelyubov, 2017), la magistral disección sobre el egoísmo de la sociedad rusa, Andrey Zvyagintsev, confeccionó un poderoso y desgarrador drama sobre padres obligados a enfrentar su propia toxicidad cuando su hijo desaparece y a nadie parece importarle. Dentro de sus muchas capas de lectura, el filme ruso ahondó en el abuso emocional y físico, al hacerlo con un interés específico en la guerra entre una pareja que se separa, con problemas personales que superan el bienestar familiar. Como si se tratara de un juego de espejos, Custodia (Jusqu'à la garde, 2017), la ópera prima del también actor Xavier Legrand, se adentra en la oscuridad y el poder destructivo del divorcio, explorando los problemas de la separación, los temores y las obsesiones de los involucrados, y los daños que sufren los hijos. Legrand encuentra atisbos de humanidad en sus personajes que ayudan a interrumpir la previsibilidad del guion cuando asigna el papel de villano al padre para dejar todo en un alto punto de ebullición para su gran estallido visceral, perturbador y emocional en el acto final que motiva al espectador a reflexionar en torno a la mítica idea del sacrificio de los niños, el egoísmo de los adultos y la culpabilidad. Incluso con el objetivo de avergonzar a los espectadores sugiriendo que aquellos que dan testimonio de abuso y no hacen nada son tan culpables como los que cometen un acto violento.

Gloria Bell

Dir. Sebastián Lelio (Estados Unidos, Chile, 2018)

Gloria (Julianne Moore) es una mujer divorciada, más cercana a los 60 que a los 50, con dos hijos mayores, cuyas vidas sigue con ternura y atención discreta. Gloria es una mujer normal, que cuida su apariencia y su salud y cultiva sus relaciones y amistades con calidez y sencillez. No teme el encuentro con la soledad; con sus medicamentos en el buró que consume en un solo aliento, justo antes de quedarse dormida, o las gotas para los ojos que usa a diario porque está perdiendo la vista lentamente. Pasa sus días en la oficina comprometida con su trabajo, pero su espíritu libre y aventurero la motiva a, durante las noches, divertirse en las pistas de baile de antros, bares y discotecas de Los Ángeles en busca de una nueva oportunidad para amar. Gloria es una mujer que sabe cómo luchar con pasión y una pizca de locura por ese amor que se siente con derecho de volver a tener sin perder nunca la dignidad y el compromiso. Una de esas noches, conoce a Arnold (John Turturro), un hombre tierno y amable, pero al mismo tiempo frágil, indeciso e inseguro de estar a la altura de la valentía de una mujer como Gloria. Ambos se dan la oportunidad de comenzar una relación amorosa, llena de alegría pero también de complicaciones.

Dado el gran recibimiento por parte del público y la crítica del filme chileno Gloria (2013), y después de una reunión con la actriz Julianne Moore, Sebastián Lelio decidió hacer un remake estadounidense de su propia película. Gloria Bell (2018), gracias a la fuerza de los intérpretes y la dirección intensa y refinada de Lelio, que se adapta a los nuevos tiempos con energías renovadas y una mirada atenta a los sentimientos de esta mujer, no es menos que su predecesora. Porque, para citar las palabras del propio director, aunque hay unos pocos años de distancia entre una película y la otra, desde 2013 el mundo ha cambiado. En este mundo, hombres y mujeres comparten las mismas emociones, sin que sean desequilibradas o melodramáticas. En una especie de voyerismo compasivo para capturar las rutinas cotidianas de la protagonista, el ojo atento de la cinefotógrafa Natasha Braier (La teta asustada, 2009; The Neon Demon, 2016) captura todos los detalles de su cara y cuerpo, nunca deja de enmarcarla y no podemos dejar de mirarla, hasta que la identificación con ella es total. Y te alejas de la habitación llena de su energía y su deseo de existir, de amar y de bailar.

I am Not a Witch

Dir. Rungano Nyoni (Reino Unido, Francia, Alemania, 2018)

En una aldea pequeña de Zambia, después de un incidente aparentemente insignificante, una niña huérfana de nueve años (Maggie Mulubwa), de la que nada se sabe, es acusada de brujería. Después de un breve juicio y posterior condena, la pequeña es detenida por un representante del gobierno local, el señor Banda (Henry B.J. Phiri), y exiliada a un campamento de brujas en medio de un desierto. Al llegar al campamento, la niña participa en una ceremonia de iniciación en la que se le muestran las reglas que marcarán su nueva vida como una bruja. Las viejas brujas la llaman Shula y Banda la lleva a las aldeas para encontrar culpables de pequeños crímenes en las cortes locales, mientras que las otras brujas trabajan en los campos. Pero Shula es una niña y simplemente le gustaría jugar e ir a la escuela con otros compañeros y se siente cada vez menos apta en un rol que se le impuso.

La directora Rungano Nyoni inmediatamente resalta el tema que quiere enfrentar y denunciar: la superstición institucionalizada y transformada en una forma de encarcelamiento y explotación. En medio de ese universo poblado de histeria mediática, políticos crédulos y turistas occidentales boquiabiertos, la directora nunca pierde de vista que hay una niña inocente en el centro de este sombrío circo. En cualquier otro contexto, la brillante cinta blanca de Shula revoloteando contra los tonos terrosos del paisaje de Zambia se vería hermosa. Pero a medida que cada nueva injusticia se acumula, el filme adopta un tono irónico para imbuirse en sus propias propiedades mágicas para simbolizar el terrible absurdo que mantiene a las mujeres atrapadas mientras los dementes gobiernan.

Shoplifters

Dir. Hirokazu Koreeda (Japón, 2018)

Osamu Shibata (Lily Franky) y su hijo Shota (Jyo Kairi) comienzan su ronda por un supermercado. El hombre toma una canastilla y comienza a recolectar cosas en su interior, mientras, con una serie de señas, avisa a su hijo dónde hay gente que lo puede estar observando. Cuando uno de los trabajadores del lugar se distrae, Shota desliza con suma discreción algunos alimentos en el interior de la mochila. Tan pronto el niño termina con el robo, el padre deja la canastilla llena de objetos y salen tranquilamente del lugar. Mientras realizan la caminata a casa, Osamu se percata de una niña, Yuri (Sasaki Miyu), que  los observa desde su balcón. Hace frío –ya que es invierno-, por lo que decide llevarla a su casa y darle algo caliente para comer. Nobuyo Shibata (Sakura Andô), la esposa del hombre, le pide a su marido que regrese a la niña a su casa, ya que debido a su condición económica, ellos no tienen la posibilidad de mantenerla. En la pequeña casa que habitan, vive la abuela, Hatsue Shibata (Kirin Kiki) y la hermana menor de Nobuyo, Aki (Matsuoka Mayu), lo que hace que la cuenta ascienda a un total de cinco personas. Nobuyo carga a la niña y decide regresarla al balcón, pero cuando están por llegar, escuchan las violentas discusiones que suceden al interior de la casa, por lo que acepta la propuesta de su marido y se quedan con la pequeña. Dos meses después, en la televisión aparece el rostro de Yuri junto con la declaración de unos padres que juran que ha sido secuestrada, por lo que la familia Shibata deberá cambiar la imagen de Yuri para ocultarla de sus padres violentos, sin saber que esta especie de clandestinidad también develará el oscuro pasado de los integrantes de la familia.

Hirokazu Koreeda siempre ha mantenido una fijación con las estructuras familiares, en particular por ese vínculo que no puede ser relacionado con lo sanguíneo (como en Like Father Like Son, 2013) sino que surge a partir de la convivencia diaria y del amor que se profesan entre ellos. Alejado de la estética que lo caracterizo en The Third Man, Koreeda se apoya en el director de fotografía Kondo Ryuto para crear un entorno tan caótico como el desorden que ocurre dentro de las cuatro paredes que albergan a la familia. En su filme ganador de la Palma de Oro en el reciente Festival de Cine de Cannes, Koreeda desarrolla temas tan humanos como lo son los vínculos, los legados, la ambivalencia humana y lo doloroso que puede ser simplemente no ser nada para nadie.

Leto

Dir. Kirill Serebrennikov (Rusia, Francia, 2018)

A principios de la década de 1980, en la ciudad de Leningrado (ahora san Petersburgo), Mike Naumenko (Roman Bilyk) es una estrella de la escena musical que disfruta del prestigio que ha labrado en conjunto con su banda Zoopark. Él es un hombre empático y decidido que vive en compañía de su bella esposa, Natasha (Irina Starshenbaum), y su pequeño hijo. Mike toca con su banda en un centro nocturno aprobado por el estado, donde todas las letras tienen que ser revisadas previamente por un censor, y donde los guardias de seguridad ordenan a la audiencia que permanezca quieta todo el tiempo. Pero estas restricciones no le molestan; Mike no tiene ningún deseo de desafiar al sistema, y ​​cuando no está en el escenario, se contenta con sentarse en su pequeño y destartalado apartamento escuchando a T-Rex y traduciendo las letras de David Bowie, siempre acompañado de una copa de vino y un cigarro. En escena aparece Viktor Tsoi (Teo Yoo), un talentoso y encantador compositor que parece ser un poco más ambicioso. No puede comprarse una guitarra eléctrica o un amplificador nuevo, pero las canciones que ha escrito son tan prometedoras que Mike acepta ser su mentor para pulir sus letras, conformar una banda llamada Kino y fungir como productor para grabar su álbum debut.

Verano, amor, música. Estos son los tres grandes protagonistas espirituales de Leto película dirigida por el cineasta ruso Kirill Serebrennikov (El discípulo, 2016). Tres protagonistas espirituales encarnados por la misma cantidad de protagonistas físicos, cada uno con sus propios rasgos y objetivos. El contraste entre el orden impuesto por las autoridades y el desorden que buscan los jóvenes músicos aclara de inmediato el choque entre generaciones que le da impulso al relato. Desde este contexto coral, el director recurre a un triángulo amoroso para describir los detalles de las relaciones entre Viktor, Mike y Natasha. Fotografiada en un espléndido blanco y negro, que subraya el ambiente sombrío de la época, la película vive en imágenes cautivadoras, gracias también a los elegantes movimientos de cámara que propone el cinefotógrafo Vladislav Opelyants. La vivacidad de una banda sonora basada en el mejor rock de la época contrasta con el gris de la atmósfera, lo que le da a la película un ritmo irresistible. Leto es, a su manera, un profundo himno al amor y la alegría que solo el verano puede ofrecer. La cultura ‘underground’ siempre ha sido identificada con los conciertos en las bodegas de Lou Reed o con las actuaciones punk de los Sex Pistols en clubes en los que las personas se golpeaban y se pateaban durante los conciertos. La inspiración revolucionaria y ‘subterránea’, sin embargo, ha perdido fuerza cuando esas corrientes se han convertido en bienes comerciales y de consumo. Leto es, de hecho, una metáfora de la condición política de su autor, quien fue condenado a arresto domiciliario y no pudo asistir al estreno de su película en el 71º Festival de Cine de Cannes, celebrado en mayo de 2018, donde fue presentado en la competencia oficial. De esta manera queda claro que, aunque la trama habla del surgimiento de una banda de rock y un triángulo amoroso, la intención del cineasta ruso es reconstruir una época que todos esperábamos que hubiera pasado y que, en realidad, sigue vigente hoy: la manera en que la censura conlleva al confinamiento o al arresto.

 
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