Adela fue acusada de haber matado a su cuñado, en un pueblo de Oaxaca. Marcelino fue acusado de asesinar a un vecino, también en un poblado oaxaqueño. Ambos fueron enjuiciados y, posteriormente, sentenciados a cumplir sus condenas en prisión. Ella, Adela, estuvo nueve años presa. Él, Marcelino, recibió una sentencia de treinta años. Los dos son indígenas mexicanos pero, lo que hace particularmente especial su situación, es que ninguno de los dos habla español (Adela se comunica en mazateco, Marcelino en mixteco) y, peor aún, sus juicios fueron llevados a cabo sin que los presuntos culpables recibieran el beneficio de contar con un traductor, un derecho básico que les fue negado y que, evidentemente, afecta gravemente los procesos legales. Tanto Adela, como Marcelino cumplen sus sentencias alejados de sus familias, con la frustración de saberse inocentes, luchando contra los artilugios leguleyos típicos de cualquier juicio, incapaces de comprender a cabalidad qué es lo que se dice y cuáles son las decisiones que se toman dentro de los juicios que enfrentan.
La mexicana Michelle Ibaven y el español Sergio Blanco no abordan su filme desde los aspavientos de la denuncia encolerizada. Apuestan, más bien, porque la belleza, la lírica y la reflexión serena hagan un trabajo que, generalmente, a través de esta estrategia artística, consigue frutos más robustos y, también, duraderos. Formalmente es clara la influencia de Tempestad, el fabuloso documental de Tatiana Huezo. Los protagonistas del filme hablan y la fuerza de cuanto dicen es acompañado por una colección de imágenes que aparentemente no tienen relación directa con lo que expresan las palabras. En realidad, además del valor estético de los planos individuales (acompañados de sonidos que dimensionan lo que vemos, creando atmósferas de intimidad), en conjunto éstos construyen los evocativos recuerdos y sueños de quienes han sido arrebatados de su libertad y que, además, parecen ser ensamblados en un montaje al ritmo de la fina musicalidad que desprende cada enunciado en las lenguas en que se pronuncian Adela y Marcelino. Cuanto nos comparten solo lo entendemos a partir de los subtítulos; si los ignoramos, comprenderíamos lo que ellos han experimentado en su via crucis jurídico. Y, mientras el drama personal que nos es dado a conocer se intensifica, momento a momento Michelle y Sergio van tejiendo la exhibición de un sistema de justicia putrefacto. Uno en el que el desaseo y las incorrecciones en el desarrollo de los juicios parecen ser parte de un engranaje corrupto; lo fundamental, pareciera, es que se cubran cuotas de sentenciados, a los que, además, se tortura y maltrata psicológicamente. Adela y Marcelino son personas vulnerables que no tienen forma de enfrentar al sistema que los acusa y los aplasta, particularmente siendo indígenas a los que se les niega la voz y se les impide entender lo que escuchan. Son dos representaciones, nos permite atestiguar Cuando cierro los ojos, de lo que tantos otros sufren a diario en un país en el que, queda claro, en gran medida lo que menos buscan las instituciones es que la justicia sea, en realidad, bien impartida para todos.
AFD (@SirPon)
*El 80% de los presos indígenas en México que no hablan español no han contado con un intérprete en sus juicios.
Cuando cierro los ojos forma parte de la gira AMBULANTE 2019.
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Tráiler de "Cuando cierro los ojos", de Sergio Blanco Martín, Michelle Ibaven from AMBULANTE on Vimeo.