Desde el primer plano de Sin señas particulares, Fernanda Valadez establece nítida y elegantemente que el discurso y la propuesta estética irán amalgamadas: una realidad difusa y esquiva que exige así ser registrada, en todo su enigma y hasta crudeza pero sin renunciar a la belleza quizá como única aspiración de que así la realidad sea redimida. Porque, inmediatamente después de la aparente ensoñación, irrumpe el naturalismo: el joven hijo de Magdalena (Mercedes Hernández), un muchachito apenas adolescente, camina entre la niebla, en un terreno bucólico, hasta llegar a la casa campirana donde ella se encuentra parada en la puerta, para informarle que ha decidido irse al otro lado, indocumentado, con otro jovencito, amigo suyo. Magdalena sabe que será ocioso intentar detenerlo. Pero no vuelve a saber de él y, junto a la mamá del amigo con el que su hijo viajó, acude a la policía a pedir informes, saber si hay noticias de su paradero. Revisando unas carpetas con personas asesinadas, la otra madre descubre las fotos de su propio hijo. Sin embargo, ninguna hay del de Magdalena, pero tampoco pista alguna sobre él. Entonces, decide irse, sola, a buscarlo. Y ahí empieza su auténtico vía crucis. El recorrido por un país carcomido por la violencia, secuestrado por el miedo y la impotencia. Y, por supuesto, siempre presente la indolencia y la burocracia. Nadie sabe nada, todo es complicado, pocas personas están dispuestas a ayudar incluso a una madre que está buscando a su hijo desaparecido; nadie se quiere involucrar, mucho menos comprometerse. Pero Magdalena no se arredra e insiste e insiste. Con datos aquí y allá, se entera que el autobús en el que viajaba para cruzar la frontera fue raptado por un grupo criminal; le recomiendan ya no andar preguntando, es peligroso. Solo le es permitido conocer que hay un hombre, anciano, sobreviviente de ese autobús, que ni siquiera habla el español. Para llegar a la comunidad donde vive él, Magdalena tiene que seguir recorriendo caminos, a veces a pie, bajo el sol, vulnerable a sufrir cualquier abuso, atropello, amenaza. Pero con quien termina cruzándose es con Miguel (David Illescas), un joven, poco mayor que su hijo, que fue deportado de Estados Unidos donde llevaba viviendo un buen rato -el mismo que tiene sin ver a su propia madre-, quien se ofrece ayudarla. Madre e hijo intentando llegar a donde están el hijo y la madre, dentro de un infierno que antes no existía; al menos no en ese estado de descomposición absoluta en el que los pies se van calcinando conforme acumulan pasos e, incluso, cuando se detienen.
También la tragedia y el dolor tienen su íntima poesía, y esa es la que Fernanda Valadez extrae en este poderoso, hermoso y doloroso filme. Porque se niega a contar una historia; la trama, exigua, es el pretexto. Lo que ella hace es pintar el horror en el que está sumido México desde hace muchos años (con mucho mayor intensidad en los más recientes), internándose en la mente de una víctima que, a la tenebrosa incertidumbre sobre el paradero de un hijo, debe sumarle el tránsito por una zona sin ley, sin autoridad o con una ligada a quienes perpetran el terror sin misericordia y sin distingos. Los momentos de realismo (que los hay) los intercala Fernanda con la creación de imágenes diseñadas con tremendo cuidado, de una sobrecogedora belleza, y con una enorme carga simbólica, a veces a través de destellos de luz (verdes, ocres), otras del juego del foco-fuera de foco como recurso narrativo y visual, de cuadros dentro de cuadros, de la presencia constante (amenazante o apaciguante) del fuego, siempre acompañándolas de un punzante diseño de sonido que complementa la experiencia sensorial y de una música que apuntala (como no es común en filmes mexicanos) la creación de las atmósferas adecuadas y precisas para cada momento, en ocasiones recurriendo apenas a unas cuantas notas. El mapa mental de quien ha sido arrollada por una realidad monstruosa, la que viven tantos, todos los días, en muchas zonas del país, en donde no es posible cerrar los ojos, ni voltearlos a otra parte, ni apagar la tele o el radio, ni ignorar las redes sociales. El infierno, con todo y demonios, está ahí, a un lado, a la vuelta, frente a ellos, esperándolos, acechándolos o ya de plano devorándolos. Las sobrecogedoras composiciones encuadran la realidad de quien está en luto y ni siquiera puede vivirlo; quien ignora si debe hablar en pasado o en presente sabiendo que el futuro se le ha extinguido. No hay Estado ni autoridad por ningún lado, y hasta Dios parece haber abandonado las iglesias en donde ya nadie habita, y solo queda el pavor rondando en cada vuelta del viento. Fernanda, a través de un arte depuradísimo (en el que resuenan Come and See de Elem Klimov y La libertad del diablo de Everardo González, quizá hasta Tempestad de Tatiana Huezo, por diversas razones y motivos), nos convierte en testigos de la pesadilla que viven tantas personas que cotidianamente descubren que, cuando piensan que han visto ya lo peor, todavía pueden esperar algo aún peor, quizá mucho peor.
AFD (@SirPon20)
Minicrítica escrita en el Festival de Morelia 2020 (versión completa).
Sin señas particulares estrena el 5 de agosto.
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