Para Mario Vergara, La Hormiguita qepd
Resulta díficil, a primer golpe de vista, tomar en serio un filme que arranca con la leyenda en pantalla: “Se estima que 250 mil personas han muerto y 60 mil han desaparecido desde 2006 en México, a consecuencia de una política de seguridad militar”, simplificando de modo tan burdo una realidad complejísima. Nada de lo que vemos después en el filme, de ninguna manera, sustenta lo enunciado, ni siquiera aborda ese tan debatible ángulo precisamente, eso, con pruebas o testimonios, con un riguroso trabajo cinematográfico que al menos arrojara luz sobre esa endeble hipótesis. Lo que sí hace Volverte a ver, como ya lo han hecho varios otros documentales en los últimos años (Te nombré en el silencio, 2021; Niña sola, 2019; entre algunos otros), es mostrar de manera cercana, sin filtros, sin afectaciones, la desoladora orfandad en que se encuentra buena parte de la sociedad mexicana pero, particularmente, la más vulnerable y la más castigada, la que ha sufrido en su círculo más íntimo la “desaparición” (terrible eufemismo que hemos normalizado para nombrar lo que es, más bien, en todo caso, una “extirpación”), el arrebato de un ser querido a manos de unos, otros u otros que, en muchos casos -no en todos- son los mismos, aunque pertenezcan a grupos distintos. El viacrucis no temporal, sino permanente, interminable que sufren los que, además del dolor de perder a un amado, con el demoledor añadido de la incertidumbre de no saber si viven o mueren, suele estrellarse con la negligencia e indolencia de las autoridades gubernamentales que ignoran, desprecian, complican o de plano obstaculizan los afanes de quienes lo único que desean es encontrar con vida o, tristemente, incluso ya muertos, a sus familiares y/o amigos; la zozobra carcome por minuto. Eso es lo que vemos que ocurre con los casos que retrata Volverte a ver: tres mujeres (Lina, Angy Edith) que han sufrido el más temido de los males posibles, la “desaparición” de un ser amado, rodeadas de madres, hermanas y tías que, en Tetelcingo y Jojutla (en el estado de Morelos), las acompañan en un conmovedor despliegue de solidaridad y sororidad, desafiando cualquier impedimento o amenaza que se le atraviese (particularmente, en este caso específico, los interpuestos por la fiscalía y políticos del estado) con tal de encontrar a su familiar; al menos los restos de su familiar. Con tal de volverlo a ver.
Lo que hace diferente a este documental a aquellos similares no tiene que ver tanto con el aspecto formal (la factura simple, que se avoca a lo testimonial), sino con el hecho de convertirse en un especie de desgarradora clase magistral para encontrar cadáveres (completos o en partes), llevar un registro pormenorizado, cotejar la información con la de las personas desaparecidas, y exhumar -en fosas clandestinas- los cuerpos (que inhumo en secreto, sin los protocolos debidos, el gobierno del estado de Morelos, sin saber qué les sucedió y quiénes eran); es decir, convertirse en auténticas peritos forenses. Junto con este colectivo de mujeres rastreadoras aprendemos cómo es que se ven obligadas a, en armonía colectiva, hacer el trabajo que le corresponde al gobierno; y al éste renunciar a su responsabilidad constitucional, también presionarlo incesantemente para que cumpla y haga cumplir la ley. Las mujeres se apoyan, se cuidan, y mediante el infatigable y creativo trabajo de colaboración conjunta van creando una red que se enraiza en un dolor compartido que, paradójicamente, no podría cada uno de ellos ser más individual; nadie puede sentir lo que cada una de ellas siente, su pena es intransferible. Podría argumentarse que al articular Carolina Corrales el documental en un mosaico coral, corría el riesgo de diluir la fuerza del relato, que también podría verse afectado al desplazar la médula del concepto del filme más hacia el seguimiento de los procesos técnicos aprendidos y luego ejecutados que a la tragedia misma. Es posible que así sea en términos de la redondez del filme, pero se enriquece como testimonio histórico de un terrorífico momento del México de esta época.
A diferencia de los reportajes televisivos, máxime si solo forman parte de un breve segmento (de unos pocos segundos) dentro de un noticiero, el formato cinematográfico permite a un documental ahondar en el tema abordado con amplitud de tiempo. Por otro lado, las imágenes y sonidos salidos de la pantalla grande (cuando se ve en cine), penetran de forma más potente en los ojos, oídos, mente y alma del espectador, de entrada. Volverte a ver nos permite, por ejemplo, atestiguar cómo estas valientes mujeres confrontan con argumentos bien sustentados, con educación y respeto, pero con severidad a la diputada Hortencia Figueroa (representante del mismo partido político que el gobernador), involucrada en la decisión arbitraria de inhumar cádaveres. Una de las secuencias más sobrecogedoras del filme registra cuando las madres le plantean a la diputada el meterse en el traje especial que utilizan para inorporarse al grupo que realiza una exhumación y así poder ella misma sentir, oler la aflicción, la pena, el estremecimiento que provoca encontrar los restos de seres humanos, alrededor de sus deudos. La diputada se niega a hacerlo. Otra secuencia poderosa es la que presenta a una madre hablando de su hija desaparecida (una persona trans a la que en ocasiones se refiere como él, en su nerviosismo, en su impotencia), recuperando su recuerdo, entre la risa y el llanto, como una muchacha muy unida a ella, servicial, buena pa’chambear, cariñosa; no quiere volver a hacer la salsa que a ella tanto le gustaba, hasta que regrese.
El peligro más grande que guarda el generalizar responsabilidades es el de difuminar las culpas. Un filme que empieza proclamando una declaración que no sustenta, en realidad se termina adecuadamente enfocando en el caso particular (más allá que reverbere en otros, similares, y de que evidentemente sea consecuencia del deterioro de la estructura del Estado en su conjunto) que presenta y es así que logra enmarcar su discurso, su alegato. Lo que no hace (pese a que los hechos que exhibe ocurrieron durante el gobierno de Enrique Peña Nieto) es contextualizar bien lo presentado: no se trató de una política de Estado (lo documentado en el filme no ocurría así, de esa forma, en todo el país), sino del estado de Morelos, gobernado entonces por Graco Ramírez, quien en aquellos tiempos era aliado del actual presidente del país, Andrés Manuel López Obrador; pertenecían entonces al mismo partido político. Pero sobre todo, dada la inscripción inicial con que abre el filme (y al hecho de que éste fue concluido ya en 2021, pasada la mitad de este sexenio), la directora podría por lo menos haber colocado otra leyenda al final que señalara el hecho de que el supuesto cambio de estrategia a nivel federal que implementó el gobierno de López Obrador ha dado como resultado un aumento sideral en el número de muertos y desaparecidos en todo el país, en general, y en Morelos, en particular, con Cuauhtémoc Blanco como gobernador (aliado del presidente). La situación, hoy, infaustamente, es mucho peor que en los días que recoge el documental, no solo en términos de números (cada uno de ellos con su propia tragedia), sino del deterioro del de por sí precario sistema de procuración de justicia, incluso en las cuestiones más elementales, como es la asignación de presupuestos que han sido severamente castigados. Cuando se ha militarizado el país en su totalidad, pero no se usa al ejército para combatir a los criminales (que -perteneciendo al crimen organizado, al gobierno, o ambos- son quienes, a fin de cuentas, asesinan y “desaparecen” a las personas), ni a la policía, ni a nadie; cuando se les ha cedido el control de buena parte del país a los grupos delincuenciales de todo tipo. Cuando ya las madres de los desaparecidos, en su abandono y total deseseración, prefieren suplicar un pacto a los líderes del narcotráfico para que dejen de desaparecer gente y el presidente del país, en una aceptación tácita tanto de que no tiene el control territorial bajo su mando, como de que ha capitulado en su deber de proteger a la población (como juró hacer y es obligado por su investidura), la considera como una magnífica idea. Sería magnífico que Carolina Corrales diera seguimiento al caso con otri filme que desnudara el grado de descomposición aún mucho mayor que ha habido desde que asumió el poder quien se cansó de asegurar que con él todo cambiaría, para bien.
Una de las madres que aparece en Volverte a ver, cansada, harta, hastiada pero preservando su espíritu de lucha y su dignidad, exterioriza en voz alta lo que seguramente para ella es un mantra: lo suyo es un camino de resistencia. “A ver quién se cansa”. Las madres -sobran los ejemplos en este México convertido en un cementerio-, nunca.
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