Justine Triet elige sus filmes favoritos de Criterion Collection
Descartes decía, no sin exceso de razón, que los sentidos nos engañan. Y, para acentuar el relativismo (tan vigente en el mundo actual), los prejuicios que no solo cargamos sino solemos ostentar, principalmente los sociales (alimentados no solo de experiencias personales, sino de la contaminación cultural proveniente sobre todo de la televisión y la publicidad), distorsionan nuestra forma de analizar las situaciones, particularmente si éstas presentan huecos, que entonces solemos querer rellenar a partir de modelos, patrones o fórmulas que antes ya hemos visto o conocido. Es fácil encasillar eventos o situaciones y, al hacerlo, a las personas involucradas. Nos resulta de lo más cómodo emitir juicios y, además, rotundos.
A partir de este marco de consideraciones es que Justine Triet plantea Anatomy of a Fall, su sexto largometraje (sus dos primeros fueron documentales). Y lo que hace es una minuciosa reconstrucción de hechos que, además, se convierten en una auténtica radiografía de la enorme capacidad del ser humano para dejarse confundir, para que sus opiniones y consideraciones resbalen voluntariamente. En el proceso, además, Triet despliega un postulado feminista inteligente, alejado de todo dogmatismo, plasmado de forma perspicaz y deslumbrante, en una de las secuencias mejor logradas, dentro de un filme colmado de formidables secuencias.
En la cabaña donde vive con su esposo e hijo, incrustada en un idílico paraje montañoso francés, lejos de la molesta presencia de otros seres humanos, Sandra Voyter (Sandra Hüller) recibe a su atractiva alumna, Jehnny (Marge Berger), quien quiere entrevistarla, pues ella es una reconocida escritora. Sandra se nota plácidamente relajada charlando, sabiéndose admirada, pero repentinamente una estruendosa música (versión instrumental en bucle de P.I.M.P., la misógina rola de 50 Cent), proveniente del área superior de la casa, altera bruscamente el ambiente y les impide proseguir con la plática. Sandra se disculpa, apenada, de la descortesía de su marido, pero sin mayores aspavientos convienen en verse pronto para proseguir su conversación.
El blanco de la nieve se extiende a lo largo de todo el terreno aledaño, por donde el hijo, Daniel (Milo Machado-Graner), un niño ciego de 12 años, pasea con su perro. Al regresar a la cabaña, cerca de la entrada, se encuentra con un hombre tirado boca abajo y, al descubrir que es su padre, Samuel (Samuel Theis), y que parece no respirar, grita despavorido. Pese a que la música sigue retumbando en volumen aturdidor, Sandra sale de la casa corriendo y al llegar a donde el cuerpo de su esposo interrumpe la blancura, comprueba que no hay ya más vida en él. De inmediato avisa a las autoridades, que no tardan en llegar al lugar, además de llamar a su amigo, Vincent (Swann Arlaud), un abogado con el que parece tuvo alguna relación en el pasado, quien de inmediato la obliga a reconstruir, paso a paso, desde su óptica, cómo fue que ocurrió todo.
Pronto, le parece a él evidente, debido a ciertas piezas que no parecen encajar con toda naturalidad en el armado del caso, ella será considerada como presunta culpable del homicidio de su propio esposo. Y así es. Sandra es llevada a proceso; uno en el que el fiscal (Antoine Reinartz) la interroga viciosamente, sin piedad, apelando a todas las preconcepciones patriarcales posibles para incidir tanto en el jurado como en el auditorio, incluso frente al propio Daniel, que inicialmente forma parte del público en la sala del juicio, y hacia el final se convierte en un testigo crucial del caso de su propia madre. En la recolección de la suma de los más mínimos detalles involucrados se juega no solo la libertad de Sandra, sino la relación que llevará con Daniel, su propio hijo, por el resto de su vida.
Justine Triet hace un doble diseño magistral en Anatomy of a Fall. En primer lugar plantea una trama complejísima a partir del posible asesinato de un hombre a manos de su esposa, en circunstancias que rozan el absurdo, colmada de minucias cada una con más valor del que podría pensarse en primera instancia, entre constantes e ingeniosos entresijos, vericuetos y recursos narrativos. Pero lo más significativo no es eso, sino el modo en que utiliza el relato para sembrar a lo largo de él una serie de temáticas espinosas, de las de delicado abordaje, de las que exigen profundidad, y a fondo es que las examina la realizadora. La mayoría de ellas insertas en la dinámica de un matrimonio, pero no solo. También las que permiten observar la forma en que a la procuración de justicia, empotrada en un sistema machista y patriarcal, le resulta confortable, sencillo e incluso apropiado, unir los puntos que van sumando culpabilidades femeninas atávicas hasta desembocar en la culpabilidad máxima posible: la mujer, Sandra (que es pintada como bisexual, infiel, manipuladora, egoísta, oportunista y hasta vampira intelectual de su pareja), no puede ser sino capaz, también, de eliminar a su hombre; como una mantis religiosa. Y, a partir de este supuesto, la inspección sobre el vínculo entre la mujer y su hijo que sin poder atestiguar visualmente (con todo y el símbolo del “ver para creer”), ayudado por el oído, por la memoria, y por su capacidad para acomodar -pese al estruendoso ruido emocional al que es sometido por la presión que lo rodea-, despojándose de inclinaciones simplemente afectivas, los acontecimientos no tal y como cree que ocurrieron, sino realmente como sucedieron.
La forma de registrar los acontecimientos delata la formación documentalista de Trier (debutó como directora con el corto documental, Sur place, en 2007), si bien ya en menor medida que como lo plasmó en filmes como La batalla de Solferino (2013) -una divertida y ácida docuficción sobre el día de elecciones entre Hollande y Sarkozy que ganó el primero, en medio de un drama entre una reportera, su exmarido y el hijo de ambos, hecho a partir de su documental Solferino, del 2009-; e incluso en El reflejo de Sibyl (2019) -una comedia dramática, feminista, "misógina es creer que las mujeres son víctimas natas, y no lo soy"-, pero aún claramente presente. Particularmente notorio su modo en el dificultoso ensamblaje de las extensas secuencias del juicio, en la corte, en las que en todo momento sostiene con soltura el interés y la intensidad de los intercambios verbales, sin recurrir a excesos dramáticos, ni tentaciones histriónicas.
Igualmente,Triet borda un trabajo quirúrgico al ir desdoblando la historia, sin apresurarse, pero sin aletargarse; sin obsequiar nada aunque tampoco engañando tramposamente al espectador en momento alguno. Deja en el espectador la responsabilidad de, si así lo decide (o si no puede evitarlo) dejarse apoderar por sus ansiedades o prejuicios; a ella no se le pueden achacar. Si quien atiende lo hace con paciencia, con la capacidad de observar y escuchar sin interferencias, recibirá una recompensa gratificante.
Conseguirlo le habría sido imposible si, además de todo lo anterior, no sustentara buena parte del éxito de su edificación en diálogos perfectamente confeccionados: inteligentes, agudos, honestos, turbadores, muy reales. El mejor ejemplo es la secuencia en que los esposos discuten con vehemencia, en lo que es un microcosmos de los conceptos que desmigaja principalmente dentro de las dinámicas matrimoniales, desde las aparentemente pequeñas pugnas en la relación de pareja que, silenciosas, se acumulan hasta explotar con vehemencia; los roles de género como corsés que en la tercera década del siglo XXI siguen siendo para la mayoría de las parejas en todo el mundo; los celos tanto profesionales como sexuales; las traiciones y deslealtades; las culpas y los perdones (frágiles o auténticos); pero, sobre todo, en congruencia con quien es y lo que ha postulado a lo largo de su carrera, su postulado feminista, no el que busca revancha desde el resentimiento, ni el que carga afrentas milenarias, más bien el que exige justicia, equilibrio, oportunidades idénticas, condiciones de desarrollo parejas, acuerdos comúnes. Y lo expone magistralmente, gracias a las cátedras de interpretaciones que entregan Hüller y Theis en esa poderosa escena, pero también de Arlaud, Reinartz y, desde luego, del niño Machado-Graner a lo largo de un filme excesivamente cuidado, al mínimo detalle.
Hace unas semanas en México tuvimos la fortuna de poder ver el filme más reciente del maestro del cine japonés, Hirokazu Kore-eda, Monster, una obra sobrecogedora, magnífica, en la que, como nos tiene acostumbrados, a partir de enredadas líneas narrativas, cuenta una historia compleja en la que pone a prueba la capacidad humana para el prejuicio. Algo muy serio, muy penoso nos dice de los tiempos que vivimos el hecho de que el filme de Justine Triet, otra contundente muestra de lo engañosas que suelen ser las apariencias, haya sido estrenada en la misma edición del Festival de Cannes, el año pasado, cuando Anatomy of a Fall ganó la Palma de Oro, el premio más codiciado. La gente no suele buscar más la verdad, sino una verdad que se apegue a su percepción de las cosas, por más limitada que pueda ser, por más alejada que pueda estar de la realidad. Un mundo atestado de cámaras de resonancia y de espejos distorsionados cuyos ecos y reflejos satisfacen, sin más, a la persona contemporánea; a quienes ven lo que quieren ver, escuchan lo que quieren escuchar y, sobre todo, entienden lo que quieren entender; y no solo en el ámbito político, también en el personal. El filme de Justine Triet, como lo hizo el de Hirokazu Kore-eda, coloca en un severo aprieto a ese tipo de personas que, quizá, al final, en mayor o menor medida, en realidad somos todos.