Para mi pequeño Manu (a dos y medio años desde nuestros últimos abrazos y besos).
Está plenamente comprobado (y aceptado) que durante los primeros años de vida es que se configura, en buena medida, la composición de las personas que después serán adultas. No solo el carácter, sino también la sensibilidad, las preferencias, la manera de ver y tratar a los demás, incluso en ocasiones también las aspiraciones que se tienen para el futuro. Por eso mismo es que, se insiste, es tan importante cuidar el crecimiento de los niños, rodearlos de amor y cuidados, pero también de certidumbres, de verdades, de conciencia sobre lo que son y lo que es el mundo en el que viven. Los descuidos ya sea por torpeza, por inexperiencia, o displicencia, pero sobre todo por malicia (en sus distintas presentaciones) suelen tener consecuencias para el resto de la vida de los pequeños. No necesariamente siempre para mal (muchas veces experiencias o vivencias duras o negativas han servido como detonadores para posteriores vidas exitosas o felices o plenas, aunque no la mayoría), pero generalmente sí haciendo más complejo el de por sí difícil proceso de crecer y evolucionar como ser humano en un mundo que no suele ser particularmente afectuoso. Traumas, complejos y resentimientos diversos son heridas infantiles que muchas veces no terminan de cicatrizar jamás. “Es más fácil construir niños fuertes, que reparar adultos rotos”, puntualizó Frederick Douglass, el reformador social afroamericano del siglo XIX.
Fotografiado por Robby Ryan (Marriage Story) en un cálido blanco y negro que acentúa el carácter melancólico de Johnny (Joaquin Phoenix), despoja a las ciudades retratadas de su elocuencia, y representa con sutileza una atemporalidad que simboliza la efímera cualidad del presente en particular cuando su principal función es simultáneamente revisar el pasado y descifrar el futuro, C’mon C’mon, el cuarto largometraje de Mike Mills (Beginners) es un filme discretamente reflexivo, taciturno, barnizado de encanto y rociado de tierno humor. Johnny es un periodista de radio que viaja con un par de colegas a lo largo del territorio de los Estados Unidos, siempre acompañado de su grabadora y micrófono semi-boom, cuestionando a adolescentes (algunos de ellos muy jóvenes) sobre sus vidas, familias, sus temores y, enfáticamente, sus perspectivas sobre el futuro.
Un año atrás murió la madre de Johnny, quien siempre lo quiso y consintió por encima de a su rebelde hermana, Viv (Gaby Hoffmann); y durante el áspero proceso de duelo los hermanos, incapaces de gobernar sus emociones, rompieron su relación y dejaron de verse y hablarse. Pero Viv, presionada por la separación que vive con su bipolar esposo, Paul (Scoot McNairy), al que además se siente obligada a auxiliar durante el curso de establecerse en otra ciudad (y quizá convencer de que permita que se le ayude profesionalmente) necesita, a su vez, la ayuda de Johnny. No tiene con quién dejar a Jesse (Woody Norman), su perspicaz, absorbente, precoz y por momentos encantador hijo de nueve años. Johnny, que vive en Nueva York, acepta la petición y viaja a Los Angeles para cumplir con su deber de tío.
A Johnny, un hombre rechoncho, de apariencia descuidada, aparentemente desganado, de casi cincuenta años, que recién rompió una relación de pareja y parece vivir la vida sin demasiado orden ni estructura, el encuentro con Jesse lo sacude desde un inicio. No solo porque de inmediato recibe una robusta probadota de lo que significa la responsabilidad paternal (además de verse obligado a ceñirse a una convivencia constante de uno a uno con otro ser humano), sino también porque debe aplicar en su vida personal lo que ejerce con naturalidad en su faceta profesional: aprender a escuchar muy atentamente y, en este caso, por una grata coincidencia, precisamente a un niño para, a partir de ese ejercicio, entenderlo mejor; y entonces luego, quizá lo intuye, también a sí mismo. Una labor que lo confronta con áreas pantanosas de su propia vida, exigiéndole lo que a muchas personas en el periodismo o el arte les cuesta tanto advertir: la urgencia de aplicar en sus propias vidas y en relación a las de quienes los rodean las respuestas que buscan (y con suerte encuentran) en sus exploraciones laborales.
Cuando a Johnny le avisan que debe regresar a Nueva York para continuar con el proyecto, pero casi simultáneamente Viv le llama para pedirle que prolongue su estancia con Jesse porque aún no puede dejar solo a Paul, se percata de que la única opción posible es llevarse a Jesse con él. En un principio renuente, Viv termina aceptando la propuesta, otorgando el permiso. Y eventualmente no solo irán a Nueva York, sino también a Nueva Orleans. Y serán los días suficientes, las situaciones necesarias para que tío y sobrino se conozcan bien, aprendan a medirse, a apreciarse, a compenetrarse, a quererse (mucho). No sin exabruptos, empero. Cuando a Jesse le cuesta salirse con la suya en algún deseo o capricho en la calle, y Johnny se desespera con él, el niño se escapa y pierde de su vista, provocándole unos sustos como de película de Argento. Johnny se va educando, al escucharlo, al observarlo sin juicios, en el arte de traducir en entendimiento adulto esa ansiedad infantil que suele ser el resultado de los temores, las dudas, las incertidumbres que tienen los niños debido a que aún no cuentan con las herramientas para interpretar las confusas señas que les arroja la vida. Mucho menos cuando son justo los adultos (quienes supuestamente les deberían facilitar el acoplamiento más terso a ella), los que tienden a provocar el caos, los que son incapaces de renunciar de una vez por todas a seguir comportándose como niños frente a los niños.
Por las noches Johnny registra religiosamente, usando su micrófono y grabadora, los pormenores de lo que en el día vivieron los dos, lo que se dijeron, también lo que callaron y, particularmente, lo que él reflexiona desde su posición alrededor de cuanto ocurrió, qué enseñanzas obtuvo él del niño, cuánto pudo enseñarle, qué preguntas se abrieron para cavilar sobre ellas. También, en varios de los momentos más bellos del filme, es por las noches que le lee cuentos diversos a Jesse, todos cuidadosamente elegidos (además, visualmente aparecen los fragmentos escritos en la pantalla, con todo y nombre del libro y el autor), a un tiempo sirviéndoles la actividad como vínculo de intimidad y cariño y a Johnny también de suavizante de su coraza, en una ocasión incluso con lágrimas contribuyendo a la ablandada. Pero cuando el peso de la responsabilidad, del compromiso que significa velar por la vida y desarrollo de otra persona rebasa los días en que puede considerarse simplemente como un juego o, en todo caso, una breve aventura, Johnny se reconoce incapaz de continuar ejerciendo de padre postizo y decide que es tiempo de regresar a Jesse a su casa. El niño no quiere, se enoja y se siente traicionado. Pero las cosas deben retomar su curso habitual, y los roles que cada quien desempeña en los esquemas normales se deben preservar… ¿cierto?
Una de las características principales del cine de Mike Mills, principalmente en sus últimos trabajos, es su intención por desmenuzar las relaciones de familia a partir de distintos escenarios. En esta ocasión, si bien Mills ha confesado que la relación con su hijo sopló la inspiración central para el filme, también incidió en su construcción Alicia en las ciudades (1974) de Wim Wenders (en la que el vínculo entre adulto y pequeña que se vuelve tan estrecho y paternal no es ni siquiera entre familiares). El elegir cederle su lugar en la narrativa a un tío, le permite al director tomar un poco de distancia tanto para analizar como para descodificar con mayor desapego las dinámicas internas de una relación que, históricamente, es más espinosa de lo que por lo general se quiere aceptar: la de padre con hijo varón.
Pero por supuesto, de cualquier modo, como al realizador norteamericano le interesa explorar a profundidad el contexto completo, también era necesario presentar adecuadamente a Viv, la mamá, con un personaje bien delineado, tridimensional, que no fuera de ninguna manera una madre abnegada, que se encuentra solamente atrapada entre el descontrol del exesposo y las exigencias naturales del hijo, sino una mujer que lo mismo acuda al auxilio del ex (claramente no solo a cumplir sus caprichos o moldearse a sus debilidades, sino a ponerlo en cintura si es necesario pero, también, acompañarlo en un trance sinuoso, porque al final es el padre de su hijo y si él está bien, la relación con Jesse será más completa y más sana), que ofrece muestras de amor o de fastidio con un hijo que no es precisamente sencillo ni dócil. Lo que C’mon C’mon retrata con claridad, es que definitivamente todo lo que ella hace respecto a Jesse es pensando en su bienestar, en lo que es mejor para él, no solo para su presente sino, incluso más importante, para su futuro. Su hijo no puede ser rehén a través del que se satisfagan venganzas o deseos retorcidos, ni se salden cuentas con los propios pasados infelices.
Formalmente además de lucir la decisión de fotografiar el filme en blanco y negro acentuando su carácter tiernamente nostálgico (con todo y el sentido de pérdida que acarrea), narrativamente Mills amalgama ingeniosamente la columna vertebral del filme que es la historia ficticia de Johnny, Jesse, Viv y Paul, con las secuencias de Johnny, en clave de documental, realizando las entrevistas con niños, niñas y jóvenes de ambos sexos que no son actores y que responden de modo genuino lo que él les pregunta. La candidez de los niños reales refresca un esquema que de otra manera pudo haberse sentido artificioso y tal vez un poco empalagoso de tan encantador (con todo y su carácter agridulce) que resulta. Para consolidar la propuesta formal del filme, Mills otorga un rol protagónico al diseño de sonido, actuando además como parte integral de un discurso que enfatiza la necesidad de escuchar y ser escuchado, tanto literal como filosóficamente.
En cuanto a estos otros niños (de orígenes y posiciones sociales diversos), que en cierto sentido complementan la figura de lo que representa Jesse en el filme, merece decirse que en sus respuestas articulan espontáneamente frases concretas sobre temas específicos que el niño de la historia experimenta en acto en diversas situaciones a lo largo de la trama. La sencillez con que pronuncian sus visiones, sus anhelos (algunos con más recelo que otros), pero particularmente sus esperanzas en que el futuro será mejor, con un mundo más benévolo y compasivo ofrece una luz de optimismo a C’mon C’mon, es cierto. Aunque, simultáneamente, visto desde los ojos adultos de quienes a esa edad tuvieron pensamientos e ilusiones similares solo para descubrir que, por desgracia, la realidad no se transformó como esperaban (sigue abundando la maldad, la pobreza, la desigualdad, el abandono, las rencillas entre personas -incluso a costa del daño a los hijos- y, claro, las guerras, tal vez incluso casi todo en versión empeorada), es también válido detectar una nube gris que deambula por los cielos de Nueva York y Nueva Orleans cargada con lo que parecen ser falsas promesas. Los niños y jovencitos por lo general, en esa etapa de sus vidas, no han desarrollado aún la capacidad para el pesimismo, o al menos no para vislumbrar el dominio de lo nocivo. La vida, en mayor o menor medida, los irá adiestrando en el tema y, precisamente, lo hará a través de ir registrando el comportamiento de los adultos. Más les valdría a los padres (o personas cercanas), no ser los encargados de cumplir esa funesta misión.