Reseña, crítica Detroit: Zona de conflicto - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
Detroit
Detroit: Zona de conflicto
 
Estados Unidos
2017
 
Director:
Kathryn Bigelow
 
Con:
John Boyega, Anthony Mackie, Algee Smith, Jacob Latimore
 
Guión:
Mark Boal
 
Fotografía:
Barry Ackroyd
 
Edición:
William Goldenberg, Harry Yoon
 
Música
James Newton Howard
 
Duración:
143 min.
 

 
Detroit: Zona de conflicto
Publicado el 13 - Dic - 2017
 
 
  • Al igual que en sus dos previas reflexiones sobre la guerra (The Hurt Locker, 2008; Zero Dark Thirty, 2012), la cineasta estadounidense, Kathryn Bigelow, crea, en su más reciente filme titulado Detroit (Detroit: Zona de conflicto, 2017), un drama histórico basado en hechos de la vida real que mezcla imágenes documentales, material de archivo y recreaciones ficticias para confeccionar atmósferas viscerales pobladas de tensión con un sentido profundamente crítico sobre las dinámicas del odio y los límites de la brutalidad a partir de lo ocurrido en la década de 1960 en Detroit.  - ENFILME.COM
  • Al igual que en sus dos previas reflexiones sobre la guerra (The Hurt Locker, 2008; Zero Dark Thirty, 2012), la cineasta estadounidense, Kathryn Bigelow, crea, en su más reciente filme titulado Detroit (Detroit: Zona de conflicto, 2017), un drama histórico basado en hechos de la vida real que mezcla imágenes documentales, material de archivo y recreaciones ficticias para confeccionar atmósferas viscerales pobladas de tensión con un sentido profundamente crítico sobre las dinámicas del odio y los límites de la brutalidad a partir de lo ocurrido en la década de 1960 en Detroit.  - ENFILME.COM
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  • Al igual que en sus dos previas reflexiones sobre la guerra (The Hurt Locker, 2008; Zero Dark Thirty, 2012), la cineasta estadounidense, Kathryn Bigelow, crea, en su más reciente filme titulado Detroit (Detroit: Zona de conflicto, 2017), un drama histórico basado en hechos de la vida real que mezcla imágenes documentales, material de archivo y recreaciones ficticias para confeccionar atmósferas viscerales pobladas de tensión con un sentido profundamente crítico sobre las dinámicas del odio y los límites de la brutalidad a partir de lo ocurrido en la década de 1960 en Detroit.  - ENFILME.COM
 
por Luis Fernando Galván

Mucho antes de dirigir Blue Steel (1989), Point Break (1991) o Strange Days (1995) y establecerse como una de las pocas mujeres cineastas dentro de Hollywood con una inclinación por las películas de géneros tradicionalmente dominados por los hombres (el cine de acción, por ejemplo), Kathryn Bigelow perteneció al mundo del arte. Durante la década de 1970, trabajó en varios proyectos de videoarte con Lawrence Weiner, Richard Serra, Vito Acconci y el colectivo Art & Language; desde algunas de estas tempranas colaboraciones, incluyendo su cortometraje The Set-Up (1978) –sobre dos hombres golpeándose en una calle oscura–, la cineasta estableció una línea que ha explorado a lo largo de su carrera: la retórica de la violencia, el uso de la fuerza letal en Estados Unidos y su representación en los medios audiovisuales. Al igual que en sus dos previas reflexiones sobre la guerra –The Hurt Locker (2008) y Zero Dark Thirty (2012)– Bigelow crea, en su más reciente filme titulado Detroit (Detroit: Zona de conflicto, 2017), un drama histórico basado en hechos de la vida real que mezcla imágenes documentales, material de archivo y recreaciones ficticias para confeccionar atmósferas viscerales pobladas de tensión con un sentido profundamente crítico sobre las dinámicas del odio y los límites de la brutalidad a partir de lo ocurrido en la década de 1960 en Detroit.

En los años de la posguerra, la industria del automóvil floreció en Estados Unidos y los días de bonanza del motor se concentraron en Detroit debido a que ahí se instalaron los tres grandes: Ford, General Motors y Chrysler. Pero la bancarrota no fue consecuencia únicamente de las crisis económicas del siglo XXI, sino el último eslabón de una larga cadena que se inició a principios de los años sesenta. 1967 marcó el declive imparable de Detroit; en cinco décadas, la ciudad perdió dos tercios de la población (especialmente blancos y ricos) e innumerables plantas automotrices fueron borradas. Además, el cierre de las fábricas, el abandono de los edificios y el aumento del crimen contribuyeron a que esta región de Michigan se convirtiera en el símbolo de la ciudad postindustrial y decadente (como se recupera, desde una óptica mitológica y melancólica en Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch, o como escenario fantasmagórico y abandonado en It Follows de David Robert Mitchell). Además, el porcentaje de habitantes blancos y negros se ha invertido en los últimos 60 años; desde el 9% de afroamericanos en 1940 al 83% en 2010. Detroit es también la ciudad de la música negra (soul, jazz, R & B, techno, hip-hop). Ahí surgió Motown Records, el famoso sello afroamericano que impulsó la música negra que llegó a ser escuchada y admirada también por multitudes blancas, y que culturalmente fue un medio trascendental para su inclusión y aceptación dentro de la sociedad americana.

Después de una breve secuencia de animación –basada en la serie de pequeñas pinturas sobre la Gran Migración que elaboró el artista Jacob Lawrence en 1941, en la que se explica el trayecto que emprendieron los afroamericanos del sur rural al norte urbano a principios del siglo XX–, Bigelow, en colaboración con el guionista Mark Boal (In the Valley of Elah, 2007), coloca al espectador en el primer acto, justo en medio de una redada policial que se lleva a cabo en una especie de bar o club social sin licencia. Aquí, el trabajo de edición –a cargo de William Goldenberg y Harry Yoon– es frenético; tanto los constantes cortes como la cámara tambaleante de Barry Ackroyd (Raining Stones, 1993) –habitual cinefotógrafo de Ken Loach y, por lo tanto, acostumbrado a crear secuencias de tinte realista cercano al documental– responden a la necesidad estética de crear una atmósfera de caos, inestabilidad y ajetreo. La mayoría de la policía blanca hostiga e intimida a los invitados negros, muchos de los cuales eran soldados que celebraban su regreso de Vietnam. Después de reunirlos a todos en camionetas de la policía, se hicieron múltiples arrestos. Los habitantes de la ciudad, enfadados con el racismo y la brutalidad policial, deciden defenderse. El conflicto históricamente se conoce como  “los disturbios de Detroit” y se prolongó por cinco días durante el verano de 1967.  Los mencionados eventos, y la posterior represión violenta del estado contra sus ciudadanos paralizaron la ciudad, pero la película se enfoca en un evento central dentro de este amplio contexto.

En lugar de recrear la totalidad del suceso histórico –que resultó en 43 muertes, cientos de heridos, casi 1,700 incendios y más de 7,000 arrestos– Bigelow meticulosamente construye la lógica de su método: a partir de las generalidades de los disturbios, su mirada penetrante se introduce enérgicamente en las acciones y reacciones de los involucrados en el caso del Motel Algiers. Una noche, Carl (Jason Mitchell), un temerario e impertinente hombre, decide hacer una serie de bromas pesadas para escenificar la violencia que la comunidad negra ha sufrido a manos de los blancos. Haciéndose el chistoso y valiente con sus amigos, decide disparar una pistola de arranque por la ventana de su habitación para asustar a los policías que vigilan las calles en aquellos momentos de gran tensión. Alterados ante las detonaciones –ruidosas pero, posteriormente se sabría, inofensivas–, el patrullero Krauss (Will Poulter) y los soldados de la Guardia Nacional –liderados por el suboficial Roberts (Austin Hébert)– deciden actuar y rápidamente ingresan al motel. Apenas penetran la puerta de acceso al edificio, Krauss asesina al supuesto francotirador. El policía está dispuesto a encontrar la pistola con la que se iniciaron las detonaciones para así poder justificar su actuar. Para ello, las fuerzas armadas detienen a varias otras personas hospedadas en el motel que no necesariamente estuvieron involucradas en las bromas, incluyendo a Larry (Algee Smith) –cantante de la prometedora banda The Dramatics– y un par de jóvenes blancas –Julie (Hannah Murray) y Karen (Kaitlyn Dever)– que están de visita en la ciudad. Así comienza una serie de interrogatorios brutales e intimidatorios para saber dónde quedó el arma. Al lugar también llega Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad local que intenta disipar la situación, pero se percata que los policías son implacables en su crueldad.

En este segundo acto, Bigelow no deja nada al azar; construye la secuencia tratando de ser muy específica en la recreación de los interrogatorios y los despiadados mecanismos de tortura. El filme adquiere los tonos de un perverso thriller en el que la violencia física y la instauración del terror psicológico son las dos constantes. Es aquí donde la edición se vuelve más calma; cada uno de los planos (ya sea el close-up para mostrar el miedo y el rencor, o los planos abiertos para detallar la relación entre espacios y personajes) trabaja a favor de la construcción de una atmósfera agobiante y claustrofóbica. Aunque la cámara se adentra en el corazón de la acción, la directora y el cinefotógrafo saben mantener la distancia oportuna respecto a los eventos. Con paciencia y pulcritud se cocina el drama humano que tiene como eje fundamental mostrar la retorcida moral de los policías que pasa por encima de la legalidad; una especie de metáfora de una sociedad estadounidense edificada sobre el miedo y el desprecio al otro, al distinto.

Esta atmósfera recuerda el horror que Bigelow planteó en Near Dark (1987), pero mientras en aquel relato de zombis y vampiros todo era fantasía, la angustia de Detroit tiene un destello enfermizo de realidad. A medida que la noche de tortura estalla al interior del edificio, es Bigelow quien arroja al joven actor inglés, Will Poulter, para que brille aquí; sus gritos ensordecedores, sus salvajes golpes y sus desconcertantes tácticas llenan cada rincón de atrocidades, mientras que su mirada intimidante y su caminar inquebrantable y desquiciado se apoderan de la pantalla. Más sorprendente aún, es que el guion no es una visión simplificada de policías abusivos y civiles maltratados; estaban los perpetradores y las víctimas, y los primeros no eran sólo los miembros de la fuerza policial, y los segundos no sólo estaban encerrados en Algiers.

La longitud del segundo acto puede exasperar a más de uno por la simple razón de que ninguno de los detenidos dice la verdad sobre la pistola de arranque. Ahí podría terminar todo, pero desde el interior, cuando el miedo a la represión es tan latente, no es fácil hablar y contar la verdad. Los policías preguntan constantemente dónde está el arma y quién la disparó, pero nadie declara. Puede parecer desconcertante esta situación, pero es un dispositivo de narración bastante ingenioso por parte de Bigelow y Boal. El espectador se ve obligado a preguntarse “¿por qué no dijeron la verdad?” y, por lo tanto, uno mismo reconoce sus propios temores al ver a personajes atrapados entre el miedo y el deseo de no ser partícipes de una injusticia, de una arbitrariedad, de un acto de abuso de autoridad.

Después del segmento central, agotador pero contundente, la película toma un soplo de aire fresco. A medida que se apagan las revueltas surgen muchos casos judiciales que involucran a la policía; se respira una pequeña oportunidad para reconstruir el horizonte ardiente de la ciudad. Hacia el tercer acto, el filme profundiza en tres personajes que estuvieron involucradas en el caso Algiers. Más allá de mostrarnos directamente sus historias de vida, motivaciones y trasfondos, son sus modos de reaccionar ante lo que vivieron en el motel lo que le permite al espectador descifrar sus posturas.

El primero de ellos, Krauss, se mantiene fiel y firme a sus ideales (“la única forma de restaurar la paz es a través de la fuerza”); aunque sabe que puede ser llevado a juicio, no se arrepiente de sus actos, mucho menos de su forma de pensar. Encarna la larga y oscura tradición de violencia racista americana; es una reminiscencia de los antiguos patrulleros de esclavos, los Caballeros de la Camelia Blanca y el Ku Klux Klan; es el representante de la fuerza policial omnipotente y militarizada; es un eslabón de la cadena ininterrumpida de la cultura de las armas de Estados Unidos que mata por dinero, poder o para satisfacer sus demonios personales, pero principalmente que asesina a cualquiera que desafíe las estructuras del capitalismo dominante, incluso si las víctimas están desarmadas. El segundo es Larry; el talentoso joven de voz privilegiada –aquel que anhelaba pisar el escenario con sus compañeros– se vio obligado, debido a los disturbios, a abandonar el teatro local antes de presentarse ante un numeroso público. Esa misma noche, de manera azarosa, debe hospedarse en el Algiers para evitar los alborotos y tumultos de las calles de Detroit; paradójicamente, sin saberlo, esa decisión lo condujo a un auténtico infierno. Después de aquel suceso de terror, Larry nunca se recuperó. Entonces, a pesar del interés de Motown por firmar a su agrupación, The Dramatics, él decide posicionarse política y culturalmente eligiendo no hacer música para blancos tomando distancia de cualquier relación con el sello. “¿Por qué seguir engordando la cartera de aquellos hombres blancos que han tratado a sus “hermanos” como bestias? ¿Por qué complacer a las audiencias blancas?”. A partir de sus razonamientos extremos, Larry está dispuesto a salirse del sistema para no ser parte de un supuesto orden que se erige a partir de la segregación y el abuso. Finalmente está Dismukes, interpretado con sutileza conmovedora por John Boyega; el negro con aspiraciones de ser ese vínculo entre la clase dominada y la clase dominante. Al ser un guardia de seguridad adquiere un estatus superior ante los ojos de blancos y negros; esta situación la aprovecha para, desde el interior del sistema, fungir como el pacificador y mediador entre los dos extremos, pero nunca puede consolidarse como el enlace que anhela ser, y pronto se encuentra en un juicio con los mismos oficiales de policía que luchaba por controlar.

A diferencia de la fuerza de los dos primeros tercios de la película (que son abrumadores y alarmantes), la parte final se apresura para resumir el impacto de los disturbios, las complejidades del sistema judicial, el deseo de venganza de algunas de las víctimas y la imposibilidad de asignar las culpas y las justicias correctas. En última instancia, Detroit es un sustancioso texto fílmico que puede ser leído como una película desesperanzadora; esa esperanza murió con la matanza de Detroit, con el asesinato de Malcolm X, Fred Hampton y Huey P. Newton, la guerra de Vietnam, las dos guerras del Golfo, el arribo de Donald Trump a la presidencia y muchos otros sucesos de la historia moderna estadounidense. El filme es una inmersión en el pasado para rastrear las coordenadas de hoy; Eric Garner, Freddie Gray y Michael Brown son sólo un puñado de hombres negros asesinados por la policía en los últimos años, y al igual que los hombres de la película, ninguno de sus asesinos ha cumplido condena en la cárcel. Cuando los ecos del pasado se escuchan en el presente es un indicativo de que el filme adquiere un estatus de ‘esencial’ para todos los que buscan navegar en estos tiempos políticamente tumultuosos. Sin embargo, al conectar sus tres actos mediante un sincretismo de géneros, Detroit se niega a calzar dentro de una película de denuncia social. Si bien es cierto que la segregación racial y el abuso del poder son temas fundamentales en el filme, la directora evita caer en los habituales maniqueísmos; aunque obviamente no puede evitar mostrar una clara división entre el bien y el mal en la mayoría de los personajes, Bigelow opta por investigar al individuo sumergido en una caótica situación para comprender sus tambaleantes, retorcidas o idealistas brújulas morales.

 
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