Tras un arrebatado inicio en el que se escuchan ensordecedoramente algunos compases de trash metal –quizá, como enFunny Games (1997 y 2007) de Haneke, a manera de ominoso presagio-, del los que apenas se atisba quien los ejecuta, descubrimos a Santiago (Sodi), deambulando por un bar de poca monta. Para reposar la noche, encuentra una acogedora banca callejera y se tira a dormir. A partir de entonces, en taxi, pero principalmente sobre sus propios pasos, recorre las calles y los bares de Madrid. Conforme se desdobla su caminar, que en este caso es sinónimo de la trama, nos vamos enterando, de forma paulatina y un tanto opaca, de las razones de su desasosiego, de su ansiedad. Es mexicano, se ha separado de su esposa española, tiene legalmente impedido acercarse a sus hijos y, aparentemente, el suegro, que era su jefe, lo despidió de su empleo. De un plumazo, se quedó sin nada, “chiflando en la loma”, en la que, por cierto, se fuma un porro y cavila, con un dejo de sarcasmo, que “con esta vista (de Madrid), el viento, y este porro, qué más se puede pedir”. Algo serio debe haber sucedido entre él y su esposa, pero nunca nos es permitido conocerlo. A lo que nos invita el director, Serrano Azcona, es a seguir a Santiago en su errante andar y, con suerte, si la invitación es aceptada, a acompañarlo en su desgracia.
Como el realizador renuncia casi por completo a los recursos dramáticos y a la estructura narrativa convencional, su apuesta descansa, en gran medida, en la empatía que logre establecer su protagonista con el espectador. En esa carta se juega el destino de la película. A su favor tiene Sodi la naturalidad con que encara su personaje, su manejo de frases coloquiales mexicanas (al menos para el público mexicano) que contrastan de manera simpática con el habla de los españoles y también su tipo, que combina un armazón macizo con rasgos de honda vulnerabilidad. Sus carencias (es evidente que no se trata de un actor profesional) intenta protegerlas el director, en ocasiones quitándole la cámara de la cara cuando en alguna escena duda de sus alcances o, simplemente, para no abrumarlo (toda vez que está presente la totalidad del tiempo de pantalla a cuadro), siguiéndolo en sus largos caminares por detrás, retratando su espalda de forma similar a la que suelen hacerlo los hermanos Dardenne.
Los hermanos Dardenne, esos talentosos realizadores belgas, se montan en sus personajes para respirar con ellos, para compartir sus tremendas experiencias de vida en máxima intimidad. Es lo que pretende Serrano Azcona al elegir hacer uso de esta clase de recursos; y, aunque lejos de alcanzar la contundencia que una propuesta más estructurada y un oficio más desarrollado que el que le otorgan los Dardenne a su discurso, el debutante español consigue acercanos a Santiago, interesarnos por él y compadecernos de su dolor.
Es cierto que existen incongruencias estilísticas en El árbol (2009). El director no resistió la tentación de integrar un par de encuadres preciosistas que rompen innecesariamente con la dinámica visual que intenta establecer. Y también lo es que en algunas secuencias incluso perturban las limitaciones histriónicas de los participantes en ellas (particularmente la de la casa en que se encuentran los hijos de Santiago); es uno de los riesgos que se corren al decidir no utilizar actores, aunque ni cuando se ocupan actores profesionales se está exento de ese peligro. Pero igualmente es preciso rescatar la principal virtud del filme, que es la persuasiva forma en que retrata la pesadez con que transcurre el tiempo en Santiago, tanto el externo que parece no querer avanzar alargando su aflicción, aletargado aún más por la incertidumbre que le provoca no saber cómo, ni mucho menos cuándo se resolverá su situación; como el interno, en el que ha quedado enmarañado entre la memoria, el orgullo, el arrepentimiento y la evasión, pero del que se esfuerza hasta el último aliento, no sin involuntaria renuencia, por rebrotar.