Ambientada en una gran cantidad de escenarios homogéneos que parecen siempre el mismo –con escritorios de madera reluciente, luces pálidas y ventanas amplias que muestran de manera ominosa una ciudad a punto de caer–, la ópera prima de J.C. Chandor es un ensayo sobre la avaricia en una sociedad capitalista, y el riesgo que corren las personas de perder su integridad con tal de salvarse el pellejo. Aquí no vale la ley del más fuerte –ni siquiera del más listo–, sino la del más despiadado.
La película toma como base los días que antecedieron a la crisis financiera del 2008 (aquélla que hizo que el dólar alcanzara el alarmante valor de 15 pesos en nuestro país), en una firma de Wall Street que durante toda la película se mantiene anónima, aunque hay elementos como el nombre del director John Tuld (interpretado por Jeremy Irons, de una manera tan brutal que casi parece un dragón enloquecido por la codicia), que recuerdan a Richard Fuld, el dueño de Lehman Brothers (una firma que se fue a la bancarrota luego de que el director vendiera inversiones que no valían nada). El anonimato contribuye a la veracidad de lo que vemos en pantalla, ya que lo que pasó con Fuld no fue un caso aislado.
La cinta comienza con una depuración de elementos en la firma. La gente de recursos humanos asignada para informar a los empleados sobre su despido entra a las oficinas como si se tratara de un grupo soldados de la SS invadiendo un ghetto. Ninguno de ellos sabe nada sobre las personas a las que están despidiendo –al grado de que confunden a Peter Sullivan (Quinto), un joven novato en el negocio, con su veterano jefe, Eric Dale (Tucci)–; para la compañía, ellos solo aparecen como una cifra que hay que balancear. Dale es escoltado por un guardia de seguridad a su oficina para recoger sus cosas, y antes de salir del edificio, se encuentra con Peter, a quien entrega una USB con información que parece importante. “Ten cuidado”, son las últimas palabras que le dice a su antiguo empleado, y lo dice en un tono que provoca una sensación de peligro.
Esa misma noche, mientras festejan quienes no fueron despedidos, Peter se queda a investigar el trabajo de Dale, y al completarlo descubre algo terrible: los niveles de riesgo han rebasado su límite varias veces durante las últimas semanas, y la firma, que se encuentra vendiendo inversiones sin valor, está al borde del colapso. Lo primero que hace Peter es llamar a su compañero Seth (Badgley), y a su jefe inmediato, Will Emerson (Bettany). El personaje de Badgley encarna los ideales de un joven ambicioso al que solo le importa el dinero. Siempre está al pendiente de cuánto ganan sus superiores, y su ejemplo a seguir en la vida es, por supuesto, su jefe Emerson.
En el momento en que Emerson llega a la oficina, Peter explica por primera vez el problema en el que se han metido. Debido a que dicho problema solo puede ser entendido en su totalidad mediante un lenguaje estrictamente técnico, no será ésta la primera vez que Peter comente este problema a uno de sus superiores –cada uno de los cuales le exige que se explique como si se estuviera dirigiendo a un niño. El director de El precio de la codicia se esfuerza por hacer de la trama algo comprensible para todo el público, y con las reiteradas aclaraciones que Peter se ve obligado a dar, también se hace evidente la ignorancia de las personas que están en los eslabones más altos: aunque dirigen la firma, es obvio que comprenden no tanto el funcionamiento del aparato, sino la manera de escalar en la jerarquía que lo rige.
Al no saber qué hacer, Emerson llama a su jefe, Sam Rogers (Spacey), un hombre que además de ser un buen líder en una jungla como ésta, siente la necesidad de hacer lo correcto, aunque no siempre lo haga (después de todo, ¿qué tan recto se puede ser en un negocio como éste?). De esta manera, el problema va llegando poco a poco a las personas en los puestos más altos, hasta que se ven forzados a llamar al director de la compañía, John Tuld. Hay una gran expectativa cuando esto sucede, en parte porque Tuld es la cabeza de todo este desastre, y en parte porque la actuación de Jeremy Irons ha tenido un gran recibimiento desde que el filme se estrenó hace casi un año en Estados Unidos.
Para todos estos peces gordos, el conflicto es claro: ¿cómo solucionarán el problema y se quedarán con sus ganancias? Salvar la economía de sus clientes, o prevenir a las demás firmas o a los ciudadanos, simplemente no es una opción. Aunque Chandor no pretende convertir a sus personajes en algo abominable, lo cierto es que cada uno de los individuos que vemos en pantalla es, en mayor o menor medida, un mal para la sociedad. Cuando Dale le dice a Peter que tenga cuidado, lo dice como si las vidas de todos ellos corrieran peligro, pero en realidad lo único que está en riesgo es su estilo de vida despilfarrador.
No hay que dejarnos engañar por el personaje de Sam, quien parece honesto y noble. La película retrata a los empleados de la firma como hombres que dependen del lujo y la rutina para sobrevivir, y el personaje de Spacey no es la excepción. La única diferencia sustancial entre Sam y los demás empleados es que Chandor introduce un elemento superficial en apariencia, pero fundamental para la moral de la historia: su perro moribundo. Su mascota tiene una gran relevancia en tres momentos clave al principio, en la mitad, y al final de la película. Es algo parecido a lo que sucede con los perros en Disgrace (2008), de Steve Jacobs, o en Amores Perros (2000), de Iñárritu. Al final, El precio de la codicia hará que el espectador sienta más empatía por un perro que por los humanos que lo rodean.