Sabemos que para Woody Allen la magia está relacionada con el misterio del cine. Con esa alusión comienza Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight): el mejor de todos los magos realiza trucos que mantienen boquiabiertos a los espectadores. Pero son solo eso: trucos, actos de ilusionismo que transcurren durante un tiempo definido en el que decidimos dejarnos engañar a favor de nuestro divertimento. Eso también lo sabe el mago chino Wei Ling Soo, que tras la función, al despojarse de su peluca oscura, largos y flacos bigotes, de su roja bata oriental con dragones dorados, se convierte en Stanley (Colin Firth), un caballero inglés, el más materialista, incrédulo y ateo de todos. Además de ser vanidoso, culto, orgulloso, sarcástico y petulante. Presume de un sentido común afinado, aunque a su pesar no admita que incluso él puede estar equivocado. Se cree un genio, y todos a su alrededor aceptan este precepto, aunque parte de su genialidad radique en denostarlos.
Su amigo de la infancia, el también mago, Howard (Simon McBurney), lo confronta con sus demonios cuando le pide que lo ayude a desenmascarar a una espiritista. Dado que ambos conocen los trucos que esconde la magia, y que ambos están convencidos de que la ciencia tiene una explicación para todo, deberían poder ponerla en ridículo sin problemas. Pero Howard ya la ha conocido y no solo ha sido incapaz de encontrar los hilos de su artificio, sino que la contundencia de esta médium lo ha hecho dudar de sus propias convicciones y por eso ha recurrido a Stanley. Él, por su parte, no puede evitar sucumbir al masaje al ego que su amigo le propina, ni a la posibilidad (para él, seguridad) de que éste continúe cuando rápidamente desnude las intenciones de Sophie, la espiritista, que ha sido acogida por una acaudalada familia cuyo joven heredero está enamorado y ansioso por casarse con ella.
Con la vulnerabilidad que provoca el exceso de vanidad, Stanley se traslada a la costa sur de Francia guiado por Howard, aplazando un viaje que tenía planeado con su prometida a las Galápagos, referencia darwiniana. El lugar es idílico, es verano, son los veinte, la luz es perfecta y embellece todo lo que la cámara del fotógrafo Darius Khondji encuadra. Es el lugar ideal para relajarse: pero Stanley se reúsa a dejarse ir… en un primer momento. Y desenvaina su sarcasmo más afilado para ahuyentar a cualquiera que se le ponga enfrente. Con su economía ya habitual, en solo unos minutos Woody Allen nos plantea la situación, nos presenta a todos los personajes y logra que se percaten del pesimismo de Stanley que, según él es una consecuencia natural de su realismo.
Spoiler Alert
Sophie resulta ser adorable. Y, de hecho, Emma Stone interpretándola luce bellísima. Con sonrisa angelical, cierta ingenuidad, ojos aparentemente honestos, incluso cuando los está volcando para comunicarse con el esposo muerto de la madre de su pretendiente, su anfitriona, no está exenta de encanto. Y luce inteligente en todo momento, con una inteligencia más bruta (valga el oxímoron) que la refinada de Stanley. Además, cuando sus ojos se pierden y levanta las manos a la altura de los ojos, cuando recibe las vibraciones adecuadas, es capaz de saberlo todo. Es como una Google search andante. Cuando después de mucho observarla, Stanley no puede encontrar huecos en el discurso de su vigilada, se ve obligado a admitir que toda su vida había estado en el error y que la magia, el mundo de lo no visto, las incógnitas universales, incluso Dios, existen.
Fin del Spoiler
Esta encrucijada a la que se somete el personaje principal le permite a Woody Allen expresar los temas que le preocupan: la felicidad como una consecuencia del autoengaño; la muerte como una injusta sombra omnipresente; la aproximación a Dios enraizada en la desesperación, no en una convicción racional; la racionalidad como la única manera de estar en el mundo con seguridad, y el pesimismo, un fruto de esa racionalidad. Es decir, Allen sigue comprometido con la existencia trágica; con la inteligencia trágica. Toda introspección en Magia a la luz de la luna es matizada por el velo de la comedia, por su infaltable buen tiempo para los chistes y la sucesión cadenciosa de secuencias, los giros de tuerca que –si se conoce a Woody Allen– no serán inesperados, el estilo inglés intelectual de Stanley que resalta lo burdo de los personajes más crédulos, el encanto sabio de su tía mayor, el reflejo de ligera frustración en su amigo Howard, la ternura que despierta Sophie, todo envuelto por el profundo amor al cine, que quizá sea siempre lo más genuino de sus películas.
Las relativamente recientes Medianoche en París (2011) y Blue Jasmine (2013), mostraron a un Woody Allen avezado y explosivo. En Magia a la luz de la luna juega más con el librito, con su manual personal que le ha permitido, durante más de treinta años, hacer una película al año. Y cierra como si él mismo fuera un optimista. Quizá los magos no hagan magia, quizá Dios no nos espere después de la muerte, pero si uno puede encontrar un oasis, donde las leyes de la realidad puedan trastocarse, como en el cine, como en el amor, entonces habrá razones para enloquecer, y la locura hace de la existencia algo más llevadero. Me pregunto qué pensará Jasmine sobre esto.