Para las personas mezquinas, el dinero lo es todo, o al menos esto es lo que nos han hecho pensar. La realidad es que el hombre codicioso que tiene un poder verdadero –aquél que sabe pisotear y besar el trasero de las personas adecuadas– construye su imperio a partir de una imagen elaborada con vanidad y miramiento. Muchos de los ídolos de la sociedad no son más que fieras hambrientas y sádicas, semejantes no solo al insaciable Charles Foster Kane, sino también al burlesco Charles Montgomery Burns, y basta con que dejen a simple vista cualquier aspecto íntimo de su vida para conocer a la bestia. La ópera prima de Nicholas Jarecki, Mentiras mortales, atrapa a uno de estos tiranos aristócratas y, casi como si se tratara de un experimento conductual, lo coloca justo en el ojo del huracán, en un lugar aparentemente pacífico que en cualquier momento terminará por colapsar.
Robert Miller (Gere) es un magnate que trabaja como administrador de fondos en una firma que corre el peligro de desaparecer debido a una deuda de 400 millones de dólares que el filántropo ha sabido ocultar hasta el momento. Basado aparentemente en Bernie Madoff –el antiguo presidente de la firma NASDQ, quien en el 2008 fue arrestado por fraude y, posteriormente, sentenciado a 150 años de prisión–, Miller es un hombre que se mueve con suavidad y elegancia por cada escenario que pisa, como una persona de gran clase, pero también como la serpiente que es. A sus 63 años, el budista Richard Gere es capaz de interpretar con credibilidad a un hombre que se contiene de actuar impulsivamente si esto significa la pérdida de sus ganancias y, lo que es más importante, de su estatus social. No deja pasar, sin embargo, la oportunidad de portarse como un asno frente a su hija, su esposa o su amante, siempre y cuando se encuentren encerrados en un cuarto, lejos del alcance del ojo público. En la escena inicial lo vemos en una entrevista donde menciona las cosas más importantes del mundo, que al final solo se reducen a una sola: dinero. La entrevista termina y a partir del momento en que Miller sale del encuadre, su imagen se viene para abajo de manera progresiva durante el resto de la película.
El director Nicholas Jarecki es hijo del famoso inversionista Henry Jarecki, por lo que seguramente conoce bien cómo es la vida privada de un empresario de Wall Street, y esto es algo que supo incorporar a su película. La noche de su cumpleaños número sesenta, Miller tiene una vida perfecta, y aun así se da el lujo de descuidar a su familia para escaparse con su amante Julie (Casta), una comerciante de arte a quien no le va muy bien en su profesión. Miller la ayuda comprándole obras en sus exposiciones, en parte, quizá, para levantarle la moral, pero más bien porque el magnate no se puede permitir tener un romance con una fracasada. Su esposa Ellen (Sarandon) no hace preguntas cuando el hombre se escabulle de su propia fiesta, y su hija Broke (Marling) no se queja cuando su padre abandona una importante cena de negocios, dejando a la joven a cargo.
Las cosas se salen de control para Miller después de sufrir un accidente automovilístico en el que Julie está implicada. En vez de llamar a una ambulancia o a su abogado, decide llamar a Jimmy Grant (Parker), el hijo de su antiguo chofer. Además de ser una persona totalmente ajena a la vida de Miller, Nate es un joven negro de escasos recursos y con antecedentes penales, alguien de quien fácilmente puede disponer Miller en caso de ser necesario. “¿Crees que el dinero puede arreglar esto?”, pregunta Jimmy luego de que se convierte en cómplice de Miller, a lo que el magnate responde: “¿Es que acaso hay otra cosa?”. Y es a partir de este momento que Jarecki arroja toda la carga moral sobre el personaje de Jimmy, quien debe decidir si es un soplón, un mentiroso, o algo intermedio entre ambos.
A este dilema se suma la intromisión del detective Bryer (Roth), un hombre ansioso por ganar el caso, quien llega al punto de cometer actos fuera de la ley para inculpar a Miller, aunque esto implique llevarse a Jimmy entre las patas. Al igual que El precio de la codicia –la cinta del también primerizo J.C. Chandor sobre la caída de la bolsa en el 2008–, Mentiras mortales pone a prueba a sus detestables protagonistas para ver hasta dónde pueden llegar para conseguir lo que quieren. La diferencia fundamental entre ambas cintas es que en la de Jarecki el magnate aparece fuera de ese entorno en varias ocasiones, y en un ámbito privado se ve obligado a abrirse paso entre personas que obstaculizan su curso amoral y es abandonado por los que supuestamente deberían de apoyarlo.
Ciertamente Miller no es un personaje que provoque la simpatía del espectador, pero hay algo sugestivo en la manera en que sortea los obstáculos que se le ponen enfrente casi como represalias kármicas. Gere le confiere cierto encanto a Miller que hace atractiva la posibilidad de que triunfe en su abominable empresa, a pesar de que el hombre tiene bien merecida su caída. Miller es una eminencia en cada fiesta, exhibición y reunión a la que llega, y si Jarecki se atreve a convertir al público en cómplice de sus pecados, es porque busca poner en evidencia el error de la sociedad al colocar en un trono a este tipo de sabandijas por la simple razón de que han acumulado varios millones en sus cuentas bancarias.
Es interesante el hecho de que Jarecki quite el foco del problema financiero de Miller para concentrarse en los efectos adversos que su brutalidad inconcebible ha tenido en sus relaciones laborales y familiares. Su caída tiene poco que ver con una falta de juicio empresarial, y mucho que ver con rencores familiares, y esto debería de responder a su pregunta retórica: sí, por supuesto que hay algo más que el dinero.