Por Mariana Riva Palacio Q.
El romance entre el cine y la revolución comenzó temprano. Ambos fenómenos participaron del nacimiento del siglo XX, que no ocurrió cuando los calendarios lo indicaron sino cuando el mundo se volvió otro, lo que en buena parte fue responsabilidad de los dos. La Revolución Mexicana no fue sólo la primera de las grandes revoluciones sociales del siglo pasado a nivel mundial, sino que ostenta también el título de primer movimiento armado a gran escala documentado por las cámaras de cine en la historia. E hizo escuela: las cintas que documentaron la Primera Guerra Mundial se hicieron a partir del estilo impuesto por las de la Revolución.
Los protagonistas de este cine, tanto en su vertiente documental como en su paso a la ficción, fueron los hombres y mujeres que combatieron en los distintos bandos –y que de un plomazo iban de rebeldes a federales y de regreso, según quién accediera al poder o hiciera la mejor oferta–, y los medios por los que se transportaron: los caballos –de los ejemplares más hermosos a los famélicos y enfermos, de los famosos como el Siete Leguas de Villa a los anónimos– y el ferrocarril, curiosamente uno de los máximos logros y orgullos del régimen porfirista. Como marco a estos personajes e inspiración para los artistas de la lente sirvieron haciendas, cañaverales, sierras, llanuras, desiertos y magueyales, los paisajes del norte, centro y sur del país donde ocurrieron las historias que poblaron la Revolución y su cine.
La cámara a caballo
Ni bien se había terminado de instalar el cinematógrafo en México, cuando tuvo que lanzarse a los caminos, treparse en los vagones de tren, acomodarse en la grupa de los caballos, tragar polvo, cruzar ríos. Cuatro años después de haber llegado al país, las cámaras de los novísimos cineastas nacionales (y luego las de los extranjeros) cubrían dos de los eventos más importantes de la historia nacional: los festejos del Centenario de la Independencia, epílogo del régimen de Porfirio Díaz, y el arranque de la Revolución. Las imágenes de Díaz paseando a caballo por Chapultepec pronto fueron sustituidas por las de fieros combatientes, también a caballo, tomando poblaciones.
El caso de Carlos, Eduardo y Guillermo, mejor conocidos como los hermanos Alva, ejemplifica este paso. Primero filmaron Entrevista Díaz-Taft (1909), que comprendía el recorrido triunfal de Díaz por las poblaciones que le quedaban de camino hacia Ciudad Juárez, los encuentros que sostuvo con su homónimo estadounidense tanto en esta ciudad como en El Paso, y su regreso a la Ciudad de México. Poco tiempo después capturarían el Viaje triunfal del jefe de la Revolución don Francisco I. Madero desde Ciudad Juárez hasta la Ciudad de México (1911), donde prácticamente cubrieron el mismo recorrido, pero ahora ensalzando al héroe de los rebeldes. Al año siguiente darían a la luz La Revolución Orozquista o hechos gloriosos del ejército nacional. Combate sostenido por las fuerzas leales contra las revolucionarias en los cerros de Bachimba (1912), considerada “la película que lleva a la madurez la técnica expresiva del documental de la Revolución”. En ella, los Alva buscaron no tomar partido, sino mostrar al espectador la batalla desde ambos lados, el revolucionario y el federal. Esto, además de una postura artística, era un seguro para la supervivencia, ya que en los tiempos de la Revolución el perdedor de hoy podía ser el presidente de mañana.
Otro cineasta entre dos aguas fue Salvador Toscano. Después de salvar grandes escollos económicos –debía dinero a su distribuidor de cinta, casa Pathé, y los ingresos por sus salas de exhibición habían bajado ante el ambiente de tensión e inestabilidad que empezaba a sentirse–, estrenó con bombo y platillo Las fiestas del Centenario (1910) anunciada como una película de más de 5,000 metros, complementada con 100 vistas fijas. Mientras la exhibición de esta cinta continuaba, pocos meses después, ya se encontraba en las calles filmando el paso de revolucionarios por la capital, la casa balaceada de los Aquiles Serdán, incluso logró capturar la última toma de posesión del presidente Díaz, el 1 de diciembre de 1910 en el Palacio de Minería. Más tarde alternaría las funciones de Las fiestas del Centenario con Viaje triunfal del apóstol de la democracia, Francisco I. Madero (1911), a quien había filmado en su camino de Piedras Negras a la capital.
Muchos de los pioneros del séptimo arte se colocaron en el ojo del huracán. Siguieron a las fuerzas combatientes día a día para capturar no sólo sus batallas sino su cotidianidad. Se convirtieron en las sombras de los principales caudillos, entre los que destacó Francisco Villa, quien no limitó su fama de conquistador a las mujeres, sino que también enamoró a la cámara. Las imágenes de Villa a caballo, sonriendo frente a un vagón de tren, dando órdenes a su lugarteniente Fierro, encabezando la toma de alguna ciudad o rodeado de Adelitas capturaron la imaginación de hombres y mujeres, levantando suspiros o generando miedo dentro y fuera de nuestras fronteras.
Pancho Villa, además, mezcló realidad con ficción: no sólo coreografió batallas para que “retrataran mejor”, sino que participó en The Life of Villa(The Tragedy in the Career of general Pancho Villa, 1914), mítica producción gringa dirigida por Christy Cabanne y Raoul Walsh. Esta recreación de la vida del caudillo mezclaba escenas de su juventud, personificado por el propio Walsh, con escenas de su madurez con Villa representándose a sí mismo. Entre las muchas historias alrededor de esta producción, muchas de ellas más legendarias que verdaderas, se dice que Villa firmó un contrato con la Mutual Film Corporation en el que se estipulaba el porcentaje que recibiría por la exhibición de la cinta y donde se especificaba que si no ganaba las batallas no se podrían exhibir los rollos filmados.
Los misterios ligados a esta cinta –entre ellos su paradero– fueron materia para Los rollos perdidos de Pancho Villa (1999), documental dirigido por Gregorio Rocha, en el que con ánimo detectivesco sigue todas las pistas que le proporcionan material fílmico de archivo, entrevistas a historiadores, contacto con descendientes de exhibidores de aquellos años y hasta la reconstrucción de escenas perdidas de la cinta. La relación entre el caudillo y Hollywood fue también retratada, en este caso desde la ficción, en And Starring Pancho Villa as Himself (2003), miniserie producida por HBO, rebautizada en México como Presentando a Pancho Villa. Además del caudillo, representado por Antonio Banderas, figuran en la serie el productor Frank Thayer, el actor-director Raoul Walsh, el periodista John Reed y los directores Christy Cabanne y D. W. Griffith.
El orden dentro del caos
En cuestión de arte y entretenimiento, es común que a la creación siga la reglamentación, la infracción o, de plano, la prohibición. Y así como el primer comité de censores nació en Nueva York el mismo año que en Francia vio la luz la primera película pornográfica, À l’Ecu d’Or ou la bonne auberge (En la Moneda de Oro o el buen albergue; 1909), en medio de los ires y venires de los gobiernos revolucionarios, el Estado se dio tiempo para reglamentar el cine.
Mientras que durante los gobiernos de Díaz y Madero sólo existieron algunas normas administrativas para la exhibición de “vistas” o películas, para 1913 el cine había dejado de ser un espectáculo para las élites y se había convertido en un fuerte convocante de las masas, con el poder de movilizarlas. Ante esta situación, y tras algunos reveses políticos, Victoriano Huerta emitió en junio de ese año el primer “Reglamento de cinematógrafos” y en agosto, un decreto con adiciones al mismo.
En el primero se normaban las medidas de seguridad en los lugares de exhibición (salas de proyección lo suficiente amplias, pasillos libres, extintores) y se protegía al espectador (no se podían vender más localidades que las correspondientes al cupo), a la vez que se prohibían las escenas donde se presentara un delito si no existía otra donde se mostrara el castigo correspondiente, se pedía la traducción de los letreros que aparecieran en otros idiomas y se establecían autoridades que presidieran los espectáculos, con la facultad de suspender la exhibición si se mostraban escenas que ultrajaran a la autoridad, a alguna persona física o moral, o a las buenas costumbres, o que provocara algún delito o perturbación entre los asistentes. Las adiciones aumentaban los temas censurables, entre los que se contaban lo que pudiera dar origen “a cuestiones internacionales, por ofender el decoro o dignidad de una nación amiga”, las secuencias “que contengan escenas repugnantes de cirugía, o costumbres de pueblos muy bajos” o que “inciten a la rebelión, o puedan provocar desórdenes o escándalos”.
Posteriormente, durante el gobierno de Venustiano Carranza las cuestiones relacionadas con la cinematografía quedaron englobadas en los artículos 6º y 7º de la Constitución de 1917 (sobre la libertad de expresión y la libertad de imprenta, respectivamente), así como en la Ley de imprenta del mismo año, donde se responsabilizaba a los exhibidores por las faltas cometidas por cineastas y empresarios, y establecía que se consideraría ataques al orden y la paz públicos las manifestaciones que buscaran desprestigiar, ridiculizar o destruir las instituciones fundamentales del país o las que injuriaran a la nación mexicana o a las entidades que la conformaban. Dos años más tarde salió el Reglamento de censura cinematográfico que restringía la exportación de películas, mismas que debían contar con la autorización del Consejo de Censura y a las que se podía modificar.
Así, mientras México estaba todavía lejos de recobrar la paz y la calma, de “institucionalizar” su revolución, el cine ya estaba bien controladito.
Trilogías de Oro: Fernando de Fuentes vs. Ismael Rodríguez
Dos de los más reconocidos directores de la Época de Oro del cine nacional, Fernando de Fuentes e Ismael Rodríguez, contribuyeron a la filmografía de la Revolución. El primero lo hizo a mediados de los treinta, cuando apenas había debutado dirigiendo cintas, la Revolución acababa de ser institucionalizada y México comenzaba a respirar la paz. El segundo realizó sus cintas en la frontera de los años cincuenta y los sesenta, aprovechando la ola de festejos por los 150 años de la Independencia y a unos años de distancia de una nueva rebelión, esta vez de los jóvenes.
De Fuentes debutó como director en 1933 con cuatro cintas, entre ellas El prisionero 13, un clásico de los comienzos del cine sonoro nacional, todavía con un pie en el mudo. Con escenas filmadas en el Palacio de Lecumberri y cameos de Roberto Gavaldón y Raúl de Anda como prisioneros, cuenta cómo el coronel huertista Julián Carrasco (Alfredo del Diestro), al suplanta a un condenado a muerte con un extraño aprehendido al azar en la calle, a cambio de dinero, estuvo a punto de fusilar al hijo que no veía en años. Al año siguiente estrenó El compadre Mendoza (1934), compartiendo la dirección con Juan Bustillo Oro. En ésta, Rosalío Mendoza (una vez más Alfredo del Diestro), un agricultor y negociante que lo mismo transaba con zapatistas que con federales (con el cuidado, claro, de cambiar el retrato del jefe correspondiente: Zapata o Huerta), hasta que la amistad y el compadrazgo con el general zapatista Felipe Nieto (Antonio R. Frausto, también presente en El prisionero 13) inclinan la balanza hacia el lado rebelde. Esta lealtad será quebrada cuando sus negocios van mal y termina por entregar a su compadre, asesinado por la espalda por fuerzas del gobierno en turno, entonces de Venustiano Carranza. Ambas películas dejan ver el ambiente de corrupción e interés en que se movían civiles y militares, lejanos al mundo de los ideales, revolucionarios o no.
La trilogía es completada por ¡Vámonos con Pancho Villa!, estrenada en 1936, mismo año en que salió el gran éxito de De Fuentes y primerblockbuster mexicano: Allá en el rancho grande. A diferencia de las dos anteriores, que retratan la Revolución desde un cuartel militar urbano y una hacienda campirana, en esta cinta la lucha armada aparece descarnada desde el campo de batalla, llena de actos heroicos y absurdos, propios de las guerras. Basada en una novela de Rafael F. Muñoz, adaptada por Fernando de Fuentes y Xavier Villaurrutia, es protagonizada por el infalible Antonio R. Frausto como Tiburcio Maya, líder de los “Leones de San Pablo”, un grupo de campesinos que se unen a las filas de Pancho Villa, interpretado por Domingo Soler. En esta ocasión, el lado oscuro no cubre sólo a los federales sino que la propia figura del caudillo va de lo mítico y lo simpático a lo vil y despiadado conforme avanza la película. El único sobreviviente del grupo, Maya, termina por abandonar la lucha tras haber logrado el máximo honor: ser uno de los Dorados de Villa.
Ismael Rodríguez ya se había hecho de un gran nombre en la cinematografía nacional con éxitos como la trilogía de Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952), con la que construyó la educación sentimental del “milagro mexicano”, entre otras muchas cintas. Y aunque la Revolución fue el marco o la médula de varias de ellas, tres son su homenaje personal al caudillo de su elección, encarnado por uno de sus actores fetiche: Francisco Villa en la piel de Pedro Armendáriz.
Producidas, dirigidas y coescritas por Rodríguez, Así era Pancho Villa(Cuentos de Pancho Villa) (1957), Pancho Villa y la Valentina (1960) yCuando ¡Viva Villa! es la muerte (1960) son una colección de estampas –siete en cada cinta– sin orden cronológico sobre la vida del Centauro del Norte, desde que era un “robavacas” hasta que se encontraba retirado tras su participación en la lucha armada. El narrador que presenta las historias es nada más ni nada menos que la cabeza de Pancho Villa que, desde un frasco con formol ubicado en un desván fuera de México, anuncia que evocará sus recuerdos a modo de revivirlos. Esto responde a uno de los grandes mitos en la historia villista que, aunque ya ha sido desmentido por historiadores, sigue capturando imaginaciones: en 1926, el cuerpo del caudillo fue exhumado por un despistado que, al ver que la recompensa que buscaba ya había expirado, trató de vender la cabeza del héroe en Estados Unidos, no tuvo éxito con el gobierno de aquel país pero sí con un médico coleccionista.
Con la cabeza todavía en su sitio, el hombre anteriormente conocido como Doroteo Arango es pintado por Rodríguez como un héroe de proporciones míticas: sabio y justo como Salomón (sobre cuyos juicios aparece leyendo en un episodio), el mejor estratega, el soldado más leal, el macho conquistador por excelencia. Las tropelías políticamente más incorrectas y los actos más sanguinarios son justificados, aplaudidos y, por qué no, hasta olvidados cuando Pedro Armendáriz esboza una de sus encantadoras sonrisas en traje de campaña. Esto no es del todo equívoco o malintencionado si se tiene en cuenta que el verdadero Villa poseía un carisma tan grande como la leyenda que a la fecha perdura.
Ese mismo carisma fue contagiado a todo un contingente villista en La Cucaracha (1959), la cinta revolucionaria all stars por excelencia, estrenada por Rodríguez en medio de su trilogía sobre Villa y por la que fue nominado a la Palma de Oro en Cannes. Con la fotografía de Gabriel Figueroa y, como en las tres anteriores, diálogos de Ricardo Garibay, protagonizada por María Félix (ninguneando a los hombres con un vozarrón y cantando en varias escenas), quien se disputaba el amor de Emilio El Indio Fernández con Dolores del Río en un duelo de pómulo y ceja. A éstos se sumaban Ignacio López Tarso, Antonio Aguilar, Flor Silvestre y el cantautor Cuco Sánchez, con una aparición especial de Pedro Armendáriz. La cinta, en un Eastmancolor que lastima la mirada, es una apología a los revolucionarios, a esos hombres recios y machos.