A principios de la década de 1970, Ron Stallworth (John David Washington), un hombre afroamericano con grandes planes para su nueva carrera como policía en el Departamento de Colorado Springs, obtiene un trabajo pero que no está -según él- a la altura de sus aspiraciones. Acepta ser el empleado de archivo mientras sus compañeros se acostumbran a tener a un hombre negro con un prominente afro dentro del sistema de policías. Al darse cuenta de la posibilidad de demostrar sus talentos como espía tras encontrar un anuncio en el periódico -en el que se busca reclutar gente para el Ku Klux Klan-, Ron se ofrece como agente encubierto haciendo llamadas telefónicas a “La Organización” para acordar un encuentro con los racistas de ese grupo. Ron está asociado con su compañero policía Flip (Adam Driver), un hombre judío -prudente y sensible- que se convierte en la cara de la operación, y tiene la tarea de conocer a los integrantes del KKK con los que Ron ha estado conversando. De manera paralela, Stallworth se infiltra y vigila al grupo de seguidores de Kwame Ture (Corey Hawkins), un activista radical exlíder de Pantera Negra que ha llegado a la ciudad para dar un discurso en el Colorado College Black Student Union y hacer un llamado a la rebelión y la guerra. Por su parte, conforme se integra a las dinámicas de los blancos racistas, Flip comienza a sentirse incómodo, principalmente por la presencia del volátil e iracundo Felix (Jasper Paakkonen), quien, al lado de Walter (Ryan Eggold) -otro de los miembros, un tanto más ecuánime, pero igual de racista-, organiza todos los movimientos para recibir la visita de su líder “el gran mago del KKK”, David Duke (Topher Grace), al mismo tiempo que planean un ataque contra un sector de la población negra.

Basado en el libro de Ron Stallworth y dirigido por Spike Lee (Do the Right Thing, 1989; Malcolm X, 1992), El infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018) rastrea la creciente confianza de Ron, dando el salto desde el callejón sin salida de la sala de archivos a su gran golpe como un policía encubierto, pero cometiendo en el camino el error novato de usar su nombre real cuando hace contacto con el KKK local. Para solucionar el inconveniente, Ron inventa a su doble, un ‘Ron blanco’, y le propone a Flip hacerse pasar por él, creando así un juego de espejos atractivo, una asociación que requiere que los hombres compartan la historia personal, una forma específica de hablar y un odio exagerado contra los negros y los judíos, situación que los coloca en una posición aparentemente incómoda que se aligera debido a la dosis de sátira y humor ácido que emplea el director. Si bien algunas de las actuaciones son demasiado caricaturescas y sólo tienen el propósito de exacerbar el retrato de los supremacistas blancos como bufones sin neuronas (Fredrick Weller como el policía más racista en Colorado Springs, y Ashlie Atkinson es la leal y sumisa esposa de Felix, pero profundamente agresiva contra los afroamericanos), Spike Lee recurre a las estrategias del ‘buddy cop’ no tanto para mostrar las dinámicas de un dúo masculino y los planes para resolver un caso, sino para mantener el foco de atención en la política racial y la indignación social como temas centrales desde los dos bandos (el de los supremacistas blancos y el de los radicales negros). Esto con la intención de cotejar constantemente un lado y el otro, tratando de ser lo más equilibrado posible en la lectura de los sucesos históricos que plantea el cineasta. A medida que la película se vuelve cada vez más polémica, Spike Lee lanza florituras humorísticas y fragmentos del romance creciente entre Ron y la activista Patrice Dumas (Laura Harrier), así como escenas alegres, por ejemplo, la secuencia de baile con la canción “Too Late To Turn Back Now” que es tan inmersiva y emocionante de experimentar. Pero los elementos didácticos y cómicos son superados gradualmente por una atmósfera de amenaza, hasta la explosión final de la violencia. Técnicamente, la película se encuentra entre las mejores construcciones de la carrera de Lee. La autenticidad de la atmósfera setentera se logra en gran medida al trabajo de cinefotografía de Chayse Irvin (Lemonade, 2016), quien presenta una pieza de época vibrante sin tratar de superponer el grano excesivo para que parezca que se hizo en los setenta. Esa textura mesurada funciona para seducir la mirada del espectador, pero sin opacar la discursividad. En su último tramo, el filme ofrece una dosis de tensión siniestra aludiendo directamente a D. W. Griffith -no sólo por la mención a The Birth of a Nation (1915) como estandarte del ‘klan’, sino también por la manera en que orquesta las acciones paralelas y el montaje alterno para mostrar las respectivas reuniones de blancos (la exaltación y celebración del odio) y de negros (el ejercicio de memoria colectiva) para sumergirse en las entrañas de la nación, ahí hacia donde verdaderamente le interesa apuntar al cineasta: Donald Trump y el renovado ascenso de la supremacía blanca. Se suponía, hace no muchos años, que la elección del presidente Barack Obama anunciaría una nueva era de políticas postraciales en Estados Unidos, y aunque está ambientado en la década de 1970, El infiltrado del KKKlan se trata de eventos recientes en aquel país: los numerosos incidentes de policías blancos que asesinan a jóvenes negros, el movimiento #BlackLivesMatter, la masacre de la iglesia de Charleston en 2015, las protestas de Charlottesville en 2017 y las afirmaciones extrañas en que los racistas se ven como las víctimas de una opresión que existe en sus mentes paranoicas. Imágenes de estos actos violentos y también algunas famosas frases (como el “Make America Great Again” de Trump) son recuperadas, aludidas, reinterpretadas y empleadas a lo largo del relato para enfatizar la teoría de Lee sobre la circularidad de la historia y ofrecer una muestra de cómo el odio racial posee la capacidad de despojar al individuo de toda su humanidad.

Fecha de estreno en México: 18 de enero, 2019.

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