En el invierno de 1946 y en medio de las ruinas de Hamburgo, cinco meses después del final de las hostilidades, Rachael Morgan (Keira Knightley) llega de Inglaterra para reunirse con su esposo Lewis (Jason Clarke), un coronel británico de las fuerzas de ocupación aliadas. No se han visto en varios años, pero hay una distancia entre los dos que no se puede explicar por la simple falta de familiaridad. Él muestra un semblante fuerte y silencioso; eso lo evidencia su rostro endurecido cuando se sienta estoicamente en el asiento trasero de su auto mientras observa a los civiles alemanes tristes y hambrientos que intentan sobrevivir en la ciudad bombardeada. Ella ha comenzado a fumar como estrategia para calmar sus nervios y preocupaciones. La pareja recibe la orden de mudarse a una mansión, que perteneció al arquitecto alemán Stephan Lubert (Alexander Skarsgård), a quien le fue expropiada la casa después de la guerra debido a su nacionalidad. Pero Lewis, dada la creciente pobreza y la crisis, decide no echar a Stephan ni a su hija (Flora Thiemann), motivando una convivencia que pondrá a prueba a todos los involucrados, particularmente a Rachel.
Basado en la novela de Rhidian Brook y dirigido por James Kent (Testamento f Youth, 2014), Viviendo con el enemigo (The Aftermath, 2019), es un filme que propone una serie de tensiones humanas a través del triángulo de comunicación, silencio y atracción que surge entre Rachel, Lewis y Stephan, enfatizando el miedo al otro que, una vez acabada la guerra, sigue siendo visto como un enemigo. Y, en efecto, los extraños y los enemigos en este relato entran mucho más que en contacto: al compartir el mismo techo, la cotidianidad se convierte en intimidad. Mientras el lenguaje universal del dolor une a los protagonistas, el amor y la pasión son la única cura. Los temas tratados son muy actuales: el miedo a lo diferente, lo desconocido, el reconocimiento de la culpa de una nación y, por consiguiente, el racismo hacia un pueblo entero. La habilidad del director es hacer que el espectador entienda que no todos los alemanes eran nazis, distinguiendo entre gente común y militantes para retratar los efectos de la posguerra en ciudadanos alemanes y británicos. Los espacios íntimos que habitan los personajes son magníficos; suelos de madera, arte en cada pared, un piano Steinway en un salón iluminado por el sol. Las texturas y los decorados ayudan a crear una atmósfera de ensoñación, reforzada por los hábiles cambios de color del cinefotógrafo Franz Lustig (How I Live Now, 2013) que contribuyen a crear una sensación de alegría o de pérdida. No obstante, la antipatía de Rachael y Stephen convertida en pasión es evidente desde el principio creando un romance adúltero poco arriesgado y repleto de fórmulas y clichés. La tristeza que albergan todos los personajes de la película es evidente. Sus pasiones, sin embargo, se derivan de una trampa narrativa desmotivada de que el amor y el odio son expresiones opuestas de una emoción abrumadora que también pueden sustituirse entre sí. Cuando el odio de Rachael y Stephen se convierte en un primer acto espontáneo en la mesa del comedor (sin tener en cuenta a los demás que podrían entrar en la sala), la escena es más ridícula que memorable.
Fecha de estreno en México: 17 de mayo, 2019.