En la primera edición del Festival Internacional de Cine de Panamá, en 2012, se presentaron apenas dos películas panameñas, una de ficción (Ruta de la luna) y un documental (Empleadas y patrones), un pequeño filme que, sin ambiciones formales, se concentraba en explorar el tema del clasismo y racismo en las clases acomodadas de la sociedad panameña. Mostrando la relación entre las “patronas” y las mujeres que las ayudan en la limpieza de la casa, la mayoría de raza negra (algunas extranjeras), se evidenciaba que en ocasiones, pese a llevar más de 15 años de relación laboral, las primeras no sabían nada o casi nada de la vida familiar de las segundas, que eran como fantasmas útiles para el funcionamiento del hogar. Los testimonios no solo tienen eco en la sociedad panameña, sino en la mayor parte de las latinoamericanas y, en realidad, de las de muchos países no desarrollados (e, incluso, también en algunos desarrollados). El director, Abner Benaim, mostraba ya su interés por ayudarse del cine para escudriñar el siempre complejo tema de la identidad nacional de un pueblo, máxime con una historia tan enrevesada como la panameña. Su siguiente filme, Invasión, fue precisamente sobre ese traumático momento en que los norteamericanos ocuparon el país centroamericano con el pretexto de atrapar al dictador Manuel Noriega y liberar al pueblo panameño de su régimen, claro, bajo sus propias reglas y con sus habitualmente siniestros métodos. Con ingeniosos recursos visuales y narrativos, Benaim logró auscultar una herida que no ha terminado de cerrar en el alma de su patria. Ahora, con Yo no me llamo Rubén Blades, incorpora otra pieza en el retablo fílmico que ha ido construyendo, con el que quiere entender y hacer entender a sus compatriotas en qué consiste ser panameño.
Apoyándose en una figura tan abundante, controvertida, fascinante y, también, inabarcable como Rubén Blades, un músico extraordinario, de las estrellas más trascendentales de la salsa en el mundo, letrista con aguda visión social, defensor de causas comprometidas, artista plástico, abogado graduado en Harvard, político polémico, neoyorquino por adopción pero con el corazón y la mente bien puestos en Panamá, Benaim presenta un personaje que, de distintas formas, encapsula lo diversa que suele ser la configuración de la identidad panameña. Siendo imposible cubrir cada uno de los ángulos de una vida tan fecunda, de una personalidad tan exuberante, el director deliberadamente decide mostrar un poco de todo lo que habita en Blades y, al hacerlo, asume que no podrá profundizar demasiado en ningún aspecto particular, y elude meterse en asuntos comprometedores (como el deseo de Blades de volver a postularse a la presidencia de su país) para más bien enfocarse, precisamente, en rescatar todo el caleidoscopio que confirma lo que es y representa Blades para Panamá. Gracias a una notable labor de montaje, a una destacada factura en el trabajo de la imagen, así como a las enriquecedoras presencias de personajes del calibre de Sting, Paul Simon, Residente, Gilberto Santa Rosa, Ismael Miranda, entre otros grandes de la música, el filme en buena medida subsana sus limitaciones. Además, claro, la portentosa música de Blades y su sentido del humor contribuyen gozosamente en la confección de un filme que actúa como un legado que es divertido, entretenido y, como todo lo que tenga que ver con herencias, también guarda un aire de nostalgia, en este caso una que es dulce y, al mismo tiempo, picosa.
Minicrítica realizada durante AMBULANTE 2018.
Fecha de estreno en México: 31 de agosto, 2018.
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